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miércoles, 14 de junio de 2017

Corazas - Relato breve



Es sabido que la gente lleva corazas a sus espaldas. Algunos hablan de mochilas de la vida, pero se trata de lo mismo.

Las corazas duelen, eso no se puede negar. Las hay de distintos tamaños y colores pero, sin duda, lo que tienen en común es que todas son pesadas. No siguen las leyes de la física. En algunos casos, su peso aumenta con el paso de los días y los años. En otros no.

Varían según la edad y la profesión del que la porta. Las de los ancianos y los niños son tan livianas como las plumas de un ángel.

Las mochilas /corazas de mujer son especiales. Suelen guardar de todo y ellas las cargan como si no pesaran nada, con hidalguía y elegancia. Puedes encontrar curitas  para algún alma herida y frases amorosas, que sirven más que cualquier ungüento milagroso. En un bolsillo oculto, seguro están los recuerdos de un viejo amor, pero jamás nadie podrá encontrarlos. Sin duda, estas mochilas/coraza tienen un valor extraordinario. 

Se dice que las más raras son las mochilas de escritora, ya que funcionan de manera impredescible. En el fondo tienen una especie de espiral que se devora todo, como un agujero negro. Todo lo que se guarda ahi, desaparece. Aunque, se cree que la culpa la tienen las palabras. Esas que se les escapan por los dedos y se precipitan al papel en vuelo mortal. No se conoce bien el mecanismo, pero no deja de tener su magia, ya que el dolor desaparece. 

Es, en ese preciso instante, en el cual la mochila pierde su peso y deja de doler. Al menos por un tiempo.

Adriana M. Alfonso



Foto: Mochilera en montaña

Agobio - Relato corto



 Hace frío. Los pies helados me duelen, es hora de abrigarse. A esta altura de la noche las temperaturas descienden, caprichosamente, aunque todavía no haya llegado el invierno.
Estoy inquieta. Siento algo pesado en la espalda y no es el frío. Pesado, pesar, algo que pesa. La tristeza o la humedad. Espero no sea nada grave, el comienzo de un resfrío, tal vez.  Debo vigilar el agobio. Dicen que puede transformarse en una bestia indomable si no se descubre a tiempo.

Como Gregorio Samsa. El desdichado no se dio cuenta que un bagaje de penurias contenidas lo llevarían a terrible destino. Ni siquiera sospechó y un día, al despertar, se descubrió con ese inmenso caparazón que lo separó del mundo. ¿Cómo alguien podría convertirse en un inmenso cascarudo? Suena inverosímil.

Mejor me daré un baño bien caliente.
¡Oh!-  ¿Qué son estas espuelas marrones que asoman entre mis omoplatos? Juro que ayer no las tenía. ¿De dónde ha salido tan tupida vellosidad en mi espalda?
Tendré que ir a ver a un doctor la semana que viene…

Adriana Mabel Alfonso

Foto: Mecuro-B.-Cotto-mujer-espejo




domingo, 16 de octubre de 2016

Tatita (siguiente cuento de los rescatados del antiguo arcón blog Cuentos en Sincronía)



Tatita

Uno no se conoce a sí mismo hasta que atrapa el reflejo
de otros ojos que no sean humanos.-
Loren Eiseley (antropólogo)
La llegada

El viaje a la Pampa vaya si nos cambió la vida.
Nunca imaginé que la visita a la hacienda de Tia Juana contribuyera aun más al crecimiento de nuestra familia, por entonces ya numerosa. Cuando Tatita llegó a nuestra casa ni siquiera vislumbrábamos lo que se traería bajo el poncho de plumas…
En eso siempre nos distinguimos de nuestros vecinos, que solían mirarnos con un dejo de desconfianza. Además de perro y gato, como Dios manda, en casa contábamos en ese entonces con un lagarto overo, iguana, un jaulón con pájaros de distinta extirpe, tortuga y una cotorra muy mañosa que, por caprichos de Matilde, mi hija menor, andaba paseando sus patitas sobre la alfombra del comedor y empeñada en adueñarse de la sala de estar.
Hasta allí podía ser tolerable.
La complicidad entre Matilde y Belisario, mi esposo, para convertir a nuestra tranquila morada en un refugio para todo tipo de bestia salvaje llegó al colmo cuando a mi niña le atacó el síndrome de Harry Potter. Fue un temor que en mi se suscitó desde ésa vez que vimos la primera de la saga.
Como dicen, todo lo que uno teme termina convirtiendose en realidad.
En aquel verano decidimos pasar unos dias en la Estancia de mi Tia Juana, donde Matilde, Lila, la mayor y Belisario desaparecían, apenas pasado el desayuno. Se lanzaban por el campo en interminables excursiones a pie, o en cabalgatas desmesuradas que me sacaban de quicio. A veces los acompañaba, por un rato. Nunca tuve tanta pasión por la vida natural. Prefería, entonces, quedarme en la hacienda con la tía, que se desvivía por darme las últimas recetas de dulces caseros y postres exóticos con frutos del lugar.
Lila lo había comentado en el auto, de viaje a la Estancia. Casi quedó confirmado el asunto la mañana que, pasando por la habitación donde dormían mis hijas,  escuché, al desliz, una extraña conversación.
– ¿Cómo podés pensar en brujas? Esas son ideas del medioevo nena. La ciencia hoy día está muy lejos de toda esa fruslería.
– ¡Ay! ¡La ciencia, la ciencia! Bastante tengo con la escuela para que me vengas a hablar de ciencia y de… Oíme ¿qué tiene que ver la frutería en todo esto?
– Fruslería, uf… ¡Para qué te voy a explicar!
– Sí mejor, no me expliques. ¡Ya vas a ver cuando la tenga y me convierta en una poderosa hechicera! Buuu… Mmm gato negro ya tengo, sapos tengo, en el jardín…
– Nena, esas películas te están afectando muy mal… exclamó Lila convencida.
A lo que Mati, ni corta ni perezosa respondió – ¿Y a vos? La facu y tu ciencia te están lavando el cerebro…
– Si claaro, porque tener una lechuza es algo muuy normal…
¿Lechuza? Repetí para mis adentros.
– Hola, ¿Interrumpo? dije, ingresando a su cuarto de sopetón.
-Chicas, son las once. ¿Hoy no piensan desayunar?
-Si, ya vaaamos, me contestaron al unísono, todavía con las sábanas hasta el cuello.
Miré el desorden de la habitación y me resigné al pueril desgano que asedia a la juventud de nuestros tiempos.
Tatita llegó esa misma tarde.
Después de un almuerzo frugal un pavoroso cuchicheo se esparció por la casa. Belisario y las chicas iban y venían como fantasmas, hasta que salieron juntos, poco después. Las tres figuras se alejaron a pie por el monte. Literalmente desaparecieron.
Al rato, antes que caiga el sol oí el chirrido de la tranquera. La puerta del comedor se abrió, e instintivamente miré.
Era un bodoque en el que, contenido, asomaban unas plumitas blancuzcas. Distinguí con esfuerzo la cara del bicho.
La actitud sería la misma que tendría por el resto de nuestra convivencia. Escrutándome, con esos ojazos negros, de par en par, abiertos al infinito.
Alguien alcanzó a decir: – ¡Es que estaba solita! Parecía abandonada.¡Pobrecitaa!
Ahí me di cuenta que la criatura venía envuelta en el pulover de Belisario,  y que el mismo la acunaba como un bebé.
– ¡Mirá lo que hiciste con el pulóver nuevo! – agarrándome la cabeza.
-¿No es hermosa? Insistió Lila.
Tia Juana me miró de reojo y se dio cuenta de mi cara.
–     Nené ¡qué importa el pulóver! dijo y largó una sonora carcajada, haciendo temblar el caserón con su panza de globo terráqueo. Luego nos contó la historia de las lechuzas vizcacheras. De cómo, llegada la edad, son echadas del nido por sus padres para que asuman su vida de adultos. A todos se nos hizo un nudo en la garganta.
Tatita había hallado un nuevo hogar. Aunque a mí me dominaba un pálpito.

La visita

La puerta de su casa estaba abierta. El cielo de diamante, encarcelado en el marco de la puerta, atesoraba estrellas. Al trasluz, una figura bajo el dintel. La mujer se adelantó. Un rostro níveo, indefinido se reflejaba bajo la lumbre. La miraba apacible, espectante. Es cierto que no era un ángel, pero podía serlo.
La cabellera, fundida con la noche. Algo que la mujer llevaba en el pecho llamó la atención de Nené. Un brillo metálico, áureo emitía un haz hacia el ambiente. Casi no se podía distinguir su boca. Todo estaba en sus enormes perlas negras. Esos ojos, de par en par, abiertos al infinito.
– ¿Quién sos? Preguntó Nené y se escuchó el silbido del viento.  Se persignó.
– Sabes muy bien quién soy – escuchó en su cabeza.
– Eres…
– Nené, el tiempo es un animal escurridizo…
– ¿Cómo sabes mi nombre?
La mujer del halo parecía sonreir con la mirada.
–       Conozco todo de ti –
–       Es extraño pero tu rostro me suena familiar.
–       En cierta forma es así. Existen múltiples niveles de existencia …
–       ¿Qué es todo esto? ¿A qué viniste?
Un haz dorado creció invadiéndolo todo y la risa se esparció por el aire en un tintineo. En el fondo la música sonaba a violines. La sala se fue fundiendo y, en su lugar, algo similar a una pantalla cinematográfica mostraba una escena. Se trataba de una especie de atelier.
Nené vio a otra Nené. Parada frente a un mural colorido. La “otra” esgrimía el pincel, regodeandose entre los tonos y texturas de la paleta que sostenía en su otra mano, como en las antiguas épocas de estudiante de bellas artes…
– Hay una voz que grita adentro tuyo. La frase resonó con un eco y todo se extinguió volviendo a la habitación.
¿Eres feliz? Preguntó apacible la mujer del halo dorado.
–       ¿Cómo que si soy feliz?
–       ¡Qué pregunta es ésa! ¡Síiiii, soy feliiiiz, soy feliiiiz! ¡Siiiiiii, lo soyyyyy…!
–       ¡Nené, Nenéee, despertáte! ¡Tranquila! No grités más. Es sólo un sueño…la voz de Belisario apaciguándola. Un trueno quebró la madrugada…
Ese fue el primero de mis sueños. A la mañana siguiente, ni bien me levanté fui a ver a la lechuza. Ahí estaba, espectante. Parecía sonreirme con la mirada.

El desenlace

Habíamos vuelto de la estancia, a nuestro ritmo cotidiano. Tatita ya había dejado de ser el centro de atención para todos, menos para mí. Belisario todo el día en el taller mecánico. Las chicas cada una preocupada en sus estudios.
Yo, como siempre, en casa…
Daba la impresión que nada se había salido de su cauce, excepto la presencia de Tatita en el comedor, presencia que todo lo abarcaba a pesar de tratarse de un ave pequeña.
Lo del nombre lo acordamos entre todos en honor a Doña Clodomira, mi suegra, que en paz descanse, con la cual el bicho atesoraba un parecido indiscutible.
Aquel sueño me había dejado perturbada. Más tarde la actitud  del gato me inquietó aún más. Al principio lo vigilaba para que Tatita no se convirtiera en un bocado. La cotorra, en cambio, sabía defendenrse y nuestro viejo felino sucumbía frente a los picotazos.
Tatita, en cambio, era un juguete nuevo. Sobre todo por los sonidos que emitía por las noches. Cierta vez los espié detrás de una cortina. El gato revivía encolerizado frente al palo donde Tatita, inmovil, lo observaba. Hasta que en un momento se quedaba tieso. Miránbase el uno al otro. En un rictus marmóreo permanecían así indefinidamente. Me dio la sensación que entre ellos había un diálogo. En algun momento el michi se alejaba directo al sillón, volviendo a convertirse en ese almohadón redondo que todos adorábamos. Una suerte de ritual que cada día se repetía. Aunque hubiera sido una buena excusa para deshacernos del búho, tuve la certeza de que el gato nunca significaría un peligro real para su vida.
El mismo sueño se fue repitiendo, cada tanto, hasta hacerse cotidiano. Una pesadilla inacabable que me perseguía y me perseguía. Al tiempo, crecía mi perturbación. Belisario hasta se había resignado a mandarme al psicólogo. Se hizo notorio un cambio en mi carácter. Vivía ofuscada, apática, irascible. De la depresión a la euforia en un santiamén. Hubiera jurado que en el momento menos pensado sacaría un alien de mis extrañas.
La casa era una montaña sobre mis hombros, casi una estructura carcelaria. Comencé a observar que si no cocinaba, todos los días, alguien podía hacerlor por mí. El mundo no  caía a pedazos si yo no estaba detrás de la limpieza. Las chicas empezaron a desconcertarse. Ya no las regañaba para que ordenen sus cuartos. Todo se había convertido en un Laissez faire, laissez passer…
Belisario ya empezaba a mirarme con otros ojos. La situación iba tornándose insostenible.
Hasta que una mañana, me desperté con la claridad del día.
Sentí un bienestar inusitado. Me habían vuelto las ganas de vivir.
Mi esposo roncaba, todavía. Pegué un salto de la cama y en un impulso abrí la ventana. No me equivoqué. La ví volando, alejándose. Me pareció que en algún momento se volvió. Sus enormes perlas negras abiertas al infinito brillaban como estrellas.
Apenas saludé.
Al rato, después de un baño perfumado saqué del ropero mi mejor vestido. Usé unos cosméticos de mis hijas para maquillarme y  salí por la puerta de calle.
Ya en la vereda, me cruzé con la vecina de enfrente que me miró de arriba abajo como si hubiera visto al diablo. La saludé y dije – ¡Lindo día! ¿No? Y me alejé hacia los suburbios en busca de un buen atril, un lienzo y algunos pinceles.



sábado, 18 de abril de 2015

Microcuento - ¿Querés ser mi novia?

El universo paralizó su máquina del tiempo cuando en la playa, posé mis labios en los tuyos. Temblé como un niño, aunque ya tenía 13. Seguramente,  un rubor tibio habría subido por mis pómulos. El nácar de tus mejillas, en cambio, olía a rosas, y casi nada podía acercarse más a la felicidad que ese instante. ¿Querés ser mi novia? alcancé a susurrar tímidamente y te tomé de la mano. Me miraste y esbozaste una sonrisa tenue, y en la profundidad verde de tus ojos se iba anclando mi alma. Como una bendición comenzaron a caer las gotas. Con mi saco te cubrí de la llovizna, y abrazados nos alejamos por las dunas doradas.
Suelo escribir tu nombre en la arena, cuando por las tardes contemplando el crepúsculo y las olas romper, dejo volar mi imaginación recreando ese momento perfecto cuando te pregunte:  ¿Querés ser mi novia?

sábado, 11 de abril de 2015

CUENTO: PACTO DE ALMAS

...La verdad es que no tenemos  por qué llorar a los muertos. ¿Por qué habríamos de hacerlo?
 Están en un lugar donde no hay sombras, oscuridad, soledad, aislamiento ni dolor.
 Están en casa. Están con Dios, de donde vinieron...
Anam  Cara El libro de la Sabiduría Celta
John O´Donhoue
        
         La noche viuda entrega su manto de terciopelo. Protectora, guía a las sombras que se esparcen por doquier en el antiguo caserón colonial. Voces sordas y silencios animados recorren el patio. Los baldosones, desdibujados por tantos años, tienen sed de rocío. En un claro de luna, la figura del aljibe, estampa virtual de un pasado remoto, se enaltece en la quietud. Por las hendijas de la persiana de una de las habitaciones, la luz ya no se ve.  Morena y Santiago duermen.  Ellos desconocían la historia de la casa cuando la compraron, tres años atrás.
         Desde que visitaron Tandil por primera vez, sólo quisieron vivir allí. Adiós locura urbana. Chau Buenos Aires. Cuando se instalaron, todo reverdeció en la vieja morada. La vida y el color retornaron. El aire se contagió de olor a ternura, de gozo de amantes recién casados. Y pronto fueron tres...
         Es la hora del ensueño. En medio del susurro de los grillos se oye una voz.
-¿Hola mi mohoso amigo? ¿Cómo estás? Era Francisquito que estaba apoyado en el aljibe.
-Ho... hola -contestó el aljibe un tanto atónito. -¿Qué hace usted aquí después de taanto?
         -Podés tutearme, Joshe -respondió el niño divertido, sentado en el borde, balanceando sus piernas.  -Seeñor, le he dicho muchas veces que tengo nombre y apellido, no soy Joshe, a secas-
          -¡Aahh!, sí, perdón, no quise que te enojaras. Pero... ¿Cómo era? El aljibe contestó con un tono serio y apesadumbrado:  -Soy el aljibe de la casa de la familia Gutiérrez Vidal.
           -Uy síiiii y yo soy Francisquito Gutiérrez Vidal... ¡no es para ponerse tan seriote, mi amigo! y se oyó una carcajada.
-Señor, creo que usted está tratándome un tanto socarronamente.-
           -¿Socaquéeee? -preguntó el pequeño sin dejar de hacer muecas con la boca y la lengua sobre el reflejo del agua. 
-Bue, bue, bue, vayamos al asunto ¿Qué lo trae por aquí? ¿A estas  horas?-
Francisco comenzó a explicar su inesperada visita. -Verás, en el lugar donde vivo ahora no hay tiempo para dejar de jugar, nunca es de noche, y está lleno de plazas, areneros,  payasos y juegos por todos lados. Las palomas, los canguros y los delfines juegan con nosotros y hasta tengo un caballito de mar...- 
          -¡Qué hermoso! -dijo el sorprendido anfitrión imaginando aquel mágico lugar.
-Pero, ¿entonces?-
-Lo que sucede es que tenía que venir, tenía que venir...- repitió el niño.
          Las palabras se perdieron entre la brisa nocturna. Bajo la escalera de caracol, Bufoso, el cachorro ovejero, dio tres vueltas y resopló antes de acurrucarse sobre el trapo de piso. Después se quedó espiando de reojo la extraña conversación.  De repente, un chirrido. La puerta del comedor que daba al patio quería abrirse. Mejor dicho, se estaba abriendo.  Se veían las manos de Nahuel empujando con esfuerzo. Primero la puerta, luego el mosquitero y... lo logró. Salió  dando tumbos con sus pasos tambaleantes. Una risa de júbilo  se esparció por el zaguán. Daaa da daaa. Miró el banquito de madera. Lo arrastró y lo llevó como un carrito. Daaa da. Lo puso pegado al aljibe. Daaa dáa y se trepó nomás. Nadie sabe cómo pero apareció paradito, justo en el borde.
         Nahuel era un pequeño revolucionario. Solía treparse con la silla a la cocina tratando de encender la hornalla con el chispero. Más de una vez fue sorprendido antes de saltar por la ventana hacia el patio, después de haberse subido a la mesada. O lo habían encontrado sacando todos los cubiertos de los cajones. Tal vez podría intentar probar el gusto de las monedas, los botones o cualquier otro elemento a su alcance que fuera digno de llevarse a la boca. Buscador incansable de aventuras, ya una vez se había fracturado un brazo, hacía tres meses, por querer pasar de su silla al sillón que estaba a un metro y medio de distancia. Justo el día que cumplía un dos años.  Pero eso no lo detuvo, cuando lo trajeron de la clínica con el yesito andaba correteando por todos lados, dándose nuevos porrazos.
         En medio de la monotonía del ambiente nocturno, Nahuel estaba dando un concierto de entrecasa. Manoteaba el balde de chapa que estaba apoyado boca abajo en el brocal. Los brazos invisibles de Francisquito sostenían al chico para que no cayera.  Lo tuvo así hasta que fue rescatado. Bufoso, que desesperado no paraba de ladrar, e iba de un lado a otro del patio, hizo, junto con el barrullo,  que los padres se despertaran.
           Cuando Santiago llegó y vio la escena, se quedó mudo y pálido como su camiseta. Las gotas de sudor comenzaron a bajar por sus sienes. Detrás llegó Morena, que casi se desmaya.  Lanzó un grito ahogado: Nahue...
 -Shhhhh, no, no  mi amor, se puede asustar- recomendó el padre.
-¿Qué hacéemooosss?-
         -Esperá... yo me encargo, tranquila - dijo Santiago  mientras iba acercándose despacito. Nahuel seguía entretenido con su ruidosa sinfonía. Miraba a los papás y sonreía. Daaa Da
-¡Hoola bebé!  Vení con papi- dijo Santiago acercándose como una pluma y estirando los brazos. El pequeñín no se resistió. ¡Ahhhhhh... ya, ya, ya te tengo mi amor! En ese momento Francisquito lo soltó. Todos respiraron y recuperaron el aliento. El nene se reía y festejaba la travesura, agitando los brazos y el cuerpo en el regazo de su papá. Antes de entrar a la casa, miró hacia el aljibe y levantó su manito para saludar.


         A partir de aquel día fue colocado un precario alambrado en el cual se posaban los jilgueros y las mariposas.  Francisco no volvió por un tiempo a visitar a sus amigos. El aljibe había recuperado la alegría, abandonando el sentimiento de culpa que lo había atormentado desde hacía ochenta años cuando el más pequeño de los hijos de la familia Gutiérrez Vidal, en ese entonces dueña de casa, había muerto en un infortunado accidente resbalando y cayéndose  al pozo. 

Del libro Cuentos para despabilar el alma 


CUENTO: EL MISTERIOSO CASO DEL SUICIDIO CON FINAL FELIZ

¡Qué camino el mío, sin embargo! ¡Cuánta estupidez, cuánto vicio, cuántos errores, disgustos,
dolores y desilusiones he tenido que soportar sólo para volver a ser un niño
y poder empezar de nuevo!

Siddharta - Herman Hesse

         Por aquel entonces recién me había mudado a Caballito. Vivía en un pequeño departamento, con  un antiguo balcón francés que daba la calle. Siempre viví en casa de departamentos, en lo posible alto y que tuviera una vista que me pudiera permitir llevar a cabo la parte que más me gusta de mi profesión. Hace años que me dedico a la fotografía, y en aquel momento trabajaba para una empresa de fiestas y eventos. Pero, por supuesto, como cualquier fotógrafo que se precie, me fascina captar los sucesos y cosas que casi nadie puede ver; lo insólito de la gente y lo que dura tan sólo los segundos que puede llevar apretar un disparador.  Mi nombre es Richard, aunque eso poco importa. Quien se entere de estos hechos que voy a narrar, pensará tal vez,  aunque no lo diga, que mi delirio ha tomado oscuras dimensiones, pero lo cierto es que puedo probar todo lo que digo y a cualquiera que piense que estoy loco lo invito a que vea las fotos que aún conservo en mi poder.
         Como decía antes, fue en  1985 cuando me mudé a aquel barrio. No soy de comunicarme demasiado con la gente, más bien quienes me conocen me tildan de solitario. Por esa época lo era aún más. A los pocos días de estar en ese antiguo edificio me enteré de la existencia de un hombre del que todo el mundo hablaba. En el ascensor cuando bajaba, ya al día siguiente de haberme mudado, oí los primeros comentarios de dos vecinas, chancletudas, de ojos saltones, pañuelo colorido y ruleros, que parecían hermanas. Chusmerío barato, pensé. Grande fue mi sorpresa cuando el mismísimo portero, quien podía ser parco pero tenía un mote de serio, me hizo el comentario. -¿Se enteró lo del hombre de décimo A del edificio de la esquina?
    -No... -contesté yo sin darle tanta importancia, pero mirándolo a la cara y con expresión de interés, para no ser descortés.
    Y ahí mismo, y contra mi voluntad pasó a contarme un relato, que por supuesto yo no creí una sola palabra, pero no puedo negar que desde ese preciso instante el  bicho inquieto de la curiosidad comenzó a crecer dentro de mí.
         Al parecer este buen señor, del que todos hablaban,  decía haber descubierto cómo ser inmortal, y aducía no tener inconveniente alguno en enseñarle, a quien lo deseara y estuviera dispuesto, cómo lograr semejante capacidad. Según los dichos del portero, se trataba de un hombre que aparentaba  tener unos cuarenta años, y digo aparentaba porque los que afirmaban conocerlo decían que tenía más de sesenta. El no era de contar  su edad.  Era un tipo extraño, no se metía con la gente, ni hablaba de cosas vanas, sino que se permitía conversar con cualquiera que él considerara, según datos que reuní posteriormente. Pero lo más escabroso del tema sería que al día siguiente iba a demostrarle a todo quien se atreviera a ser testigo que lo que él decía no se trataba de puras invenciones, sino que era tan real como el aire que respiramos. Su método, tal vez poco ortodoxo, consistiría en tirarse desde el balcón de su casa a la vereda, asegurando que no  recibiría más que algunos magullones. Al escuchar semejante barbaridad me reí. A Don Ceferino, nuestro encargado, no le causó mucha gracia. Le dije que me parecía una locura y que tal vez se trataría de algún desquiciado de esos que no faltan nunca... Él me hizo un gesto y se encogió de hombros. Me pareció extraño que este hombre diera tanto crédito a tan fantasiosa historia. No lo voy a negar, pero dudé también de su estado mental. Recuerdo que, mientras subía por el ascensor, no dejé de apenarme por la gente en general. Parecía que la magnitud de la crisis los iba llevando a  todos a tristes estados de fabulación crónica.  Ese día subí a mi departamento  y el tema duró en mi mente hasta que traspuse la puerta de entrada de la sala.  Juro que esa noche  no  pensé siquiera  una vez  en el asunto ni en el hombre. A la mañana siguiente, el día en que sucedería el publicitado suicidio, salí corriendo de casa porque estaba retrasado. Hasta hoy tengo el recuerdo de la sonrisa del tipo, que en mi apuro, me llevé por delante. Era un hombre alto, de aspecto nórdico. Me  miró con sus ojos profundos y me sonrió, sin dar importancia a mi arrebato. Seguí caminando, sin darme vuelta, pero enseguida supe que se trataba de él. No me pregunten cómo. También tuve la sensación de que,  en lo que duró el suceso, algo me estaba diciendo y no con los labios. Pero no estoy seguro... Yo no soy de creer en nada que no vea. Y por eso esa tarde me aposté diez minutos antes de las cinco, prismáticos en mano, en mi balcón para observar. Preparé mi teleobjetivo, y la cámara que usaba en aquellos tiempos. Cada tanto pensaba que me había atacado la morbosidad, ya que observar a alguien que iría a arrollarse contra la acera no era de mentes sanas. ¿Pero, y si era verdad? Si no me hubiera cruzado esa mañana misma con él, tal vez jamás habría estado allí, sentado y esperando con mi cámara. Un desconocido impulso se había adueñado de mí y deseaba fotografiar el instante preciso en que él caería...
         Creo que yo también estoy delirando..., me dije, poco antes de que el reloj diera las cinco de la tarde, hora en que el infortunado hombre había prefijado para su inverosímil hazaña. Obviamente habían llegado varios medios de comunicación con cámaras y la policía, quienes, con un altoparlante y la brigada especial para esos casos, intentaban convencerlo para que no lo hiciera. Pues, a pesar de todos, ya el hombre estaba allí, parado en su balcón y sonriente... Multitud de gentes se habían reunido en la calle. Yo veía algunos conocidos. Cerca de la esquina estaba don Ceferino. Más atrás estaban las viejas, vecinas mías y otros más que había visto en las inmediaciones. Cuando lo vi que comenzaba a moverse, me acomodé. Sí, no les voy a negar que estaba nervioso, quizá más que él. El corazón parecía salírseme por la boca y me corría electricidad por el cuerpo. Pero la práctica de mi profesión me había enseñado a obtener fotos, aun bajo condiciones emocionales desfavorables. Tal vez se preguntarán por qué estaba yo tan nervioso, siendo que si bien podía ser testigo de un suicidio, el hombre me  era por completo extraño. A la vez, y esto me da cierto prurito confesarlo, había algo que de pronto me había comenzado a acercar a él, una sensación, un sentimiento que hasta hoy no puedo explicar y que había empezado a asaltarme desde que lo había visto en la mañana. ¿Compasión? ¿Afecto? No lo sé. Tal vez admiración por su valor. No, no para suicidarse sino por atreverse a decir lo que él creía y pensaba de las cosas y del mundo, aunque nadie lo entendiera. Porque la supuesta inmortalidad no sería  su único don, según me habían contado,  puesto que hablaba de todas las cosas desde un concepto diferente que la gente no entendía. En ese entonces, yo que me sentía un fracasado, no era capaz de enfrentarme a mí mismo para decirme siquiera la verdad en muchos aspectos de mi vida de aquellos años. Aspectos que no detallaré porque forman parte de mi privacidad. Así como tampoco me encontraba de acuerdo en cómo funcionaba todo en esta sociedad, pero jamás me había animado a cuestionarlo. Tal vez, seguía como una oveja, acatando para no perder mi empleo, siendo poco coherente con mis principios y mis deseos. Y ahí estaba, ese desconocido, que aunque a la vista de todos no podría atribuírsele gran cordura  por su actuar,  parecía ser fiel a lo que él creía. Admito que me había dado vuelta la cabeza el incidente, y debo decir, casi como un testimonio, que  sé que algo sucedió en mi vida desde aquel momento. No puedo asegurar qué con exactitud. Pero  todo se me trastocó y desde aquel día ya no soy el mismo. Conservo las fotos, ya un poco amarillentas por el paso del tiempo,  que tomé en los escasos minutos que duró el suceso,  junto al recorte de la noticia en el diario que dice:  Ayer por la tarde, multitud de  vecinos del barrio de Caballito fueron testigos de un hecho increíble. Un hombre se tiró desde el balcón de un décimo piso, al parecer intentando suicidarse, en la intersección de las calles Sampedrito y Cuba, de dicha localidad capitalina. Médicos forenses y otros profesionales idóneos han realizado numerosos   estudios al sujeto, protagonista del hecho,  coincidiendo todos que el hombre ha sufrido tan sólo lesiones leves. Los expertos no se explican cómo ha  sobrevivido a la caída. Científicos de distintas áreas y zonas del país  habrán de estudiar el caso ya que no existe una explicación, desde la ciencia, para este hecho. “Clarín”, 28 de Octubre de 1985.

         En estas fotos se puede ver su rostro. ¿Ven? Su mirada parecía estar en calma al momento de lanzarse. Increíble, ¿no es cierto?  Aquí hay otras, donde se levanta después del caer estrepitoso sobre el asfalto. Se le ven apenas unos raspones en la cara. Según me contaron después, los cortes en el rostro y los brazos duraron tan sólo unos minutos. Ante los ojos de todos los presentes se le iban cerrando. Y estas  otras,  juro que no se las he mostrado a nadie porque develaría su secreto. Son varias que he tomado mientras iba cayendo, atravesando el vacío. Es que en ellas puede verse, casi como una sombra pálida, el recorte de unas alas...

Del libro Cuentos para despabilar el Alma