sábado, 11 de abril de 2015

CUENTO: EL MISTERIOSO CASO DEL SUICIDIO CON FINAL FELIZ

¡Qué camino el mío, sin embargo! ¡Cuánta estupidez, cuánto vicio, cuántos errores, disgustos,
dolores y desilusiones he tenido que soportar sólo para volver a ser un niño
y poder empezar de nuevo!

Siddharta - Herman Hesse

         Por aquel entonces recién me había mudado a Caballito. Vivía en un pequeño departamento, con  un antiguo balcón francés que daba la calle. Siempre viví en casa de departamentos, en lo posible alto y que tuviera una vista que me pudiera permitir llevar a cabo la parte que más me gusta de mi profesión. Hace años que me dedico a la fotografía, y en aquel momento trabajaba para una empresa de fiestas y eventos. Pero, por supuesto, como cualquier fotógrafo que se precie, me fascina captar los sucesos y cosas que casi nadie puede ver; lo insólito de la gente y lo que dura tan sólo los segundos que puede llevar apretar un disparador.  Mi nombre es Richard, aunque eso poco importa. Quien se entere de estos hechos que voy a narrar, pensará tal vez,  aunque no lo diga, que mi delirio ha tomado oscuras dimensiones, pero lo cierto es que puedo probar todo lo que digo y a cualquiera que piense que estoy loco lo invito a que vea las fotos que aún conservo en mi poder.
         Como decía antes, fue en  1985 cuando me mudé a aquel barrio. No soy de comunicarme demasiado con la gente, más bien quienes me conocen me tildan de solitario. Por esa época lo era aún más. A los pocos días de estar en ese antiguo edificio me enteré de la existencia de un hombre del que todo el mundo hablaba. En el ascensor cuando bajaba, ya al día siguiente de haberme mudado, oí los primeros comentarios de dos vecinas, chancletudas, de ojos saltones, pañuelo colorido y ruleros, que parecían hermanas. Chusmerío barato, pensé. Grande fue mi sorpresa cuando el mismísimo portero, quien podía ser parco pero tenía un mote de serio, me hizo el comentario. -¿Se enteró lo del hombre de décimo A del edificio de la esquina?
    -No... -contesté yo sin darle tanta importancia, pero mirándolo a la cara y con expresión de interés, para no ser descortés.
    Y ahí mismo, y contra mi voluntad pasó a contarme un relato, que por supuesto yo no creí una sola palabra, pero no puedo negar que desde ese preciso instante el  bicho inquieto de la curiosidad comenzó a crecer dentro de mí.
         Al parecer este buen señor, del que todos hablaban,  decía haber descubierto cómo ser inmortal, y aducía no tener inconveniente alguno en enseñarle, a quien lo deseara y estuviera dispuesto, cómo lograr semejante capacidad. Según los dichos del portero, se trataba de un hombre que aparentaba  tener unos cuarenta años, y digo aparentaba porque los que afirmaban conocerlo decían que tenía más de sesenta. El no era de contar  su edad.  Era un tipo extraño, no se metía con la gente, ni hablaba de cosas vanas, sino que se permitía conversar con cualquiera que él considerara, según datos que reuní posteriormente. Pero lo más escabroso del tema sería que al día siguiente iba a demostrarle a todo quien se atreviera a ser testigo que lo que él decía no se trataba de puras invenciones, sino que era tan real como el aire que respiramos. Su método, tal vez poco ortodoxo, consistiría en tirarse desde el balcón de su casa a la vereda, asegurando que no  recibiría más que algunos magullones. Al escuchar semejante barbaridad me reí. A Don Ceferino, nuestro encargado, no le causó mucha gracia. Le dije que me parecía una locura y que tal vez se trataría de algún desquiciado de esos que no faltan nunca... Él me hizo un gesto y se encogió de hombros. Me pareció extraño que este hombre diera tanto crédito a tan fantasiosa historia. No lo voy a negar, pero dudé también de su estado mental. Recuerdo que, mientras subía por el ascensor, no dejé de apenarme por la gente en general. Parecía que la magnitud de la crisis los iba llevando a  todos a tristes estados de fabulación crónica.  Ese día subí a mi departamento  y el tema duró en mi mente hasta que traspuse la puerta de entrada de la sala.  Juro que esa noche  no  pensé siquiera  una vez  en el asunto ni en el hombre. A la mañana siguiente, el día en que sucedería el publicitado suicidio, salí corriendo de casa porque estaba retrasado. Hasta hoy tengo el recuerdo de la sonrisa del tipo, que en mi apuro, me llevé por delante. Era un hombre alto, de aspecto nórdico. Me  miró con sus ojos profundos y me sonrió, sin dar importancia a mi arrebato. Seguí caminando, sin darme vuelta, pero enseguida supe que se trataba de él. No me pregunten cómo. También tuve la sensación de que,  en lo que duró el suceso, algo me estaba diciendo y no con los labios. Pero no estoy seguro... Yo no soy de creer en nada que no vea. Y por eso esa tarde me aposté diez minutos antes de las cinco, prismáticos en mano, en mi balcón para observar. Preparé mi teleobjetivo, y la cámara que usaba en aquellos tiempos. Cada tanto pensaba que me había atacado la morbosidad, ya que observar a alguien que iría a arrollarse contra la acera no era de mentes sanas. ¿Pero, y si era verdad? Si no me hubiera cruzado esa mañana misma con él, tal vez jamás habría estado allí, sentado y esperando con mi cámara. Un desconocido impulso se había adueñado de mí y deseaba fotografiar el instante preciso en que él caería...
         Creo que yo también estoy delirando..., me dije, poco antes de que el reloj diera las cinco de la tarde, hora en que el infortunado hombre había prefijado para su inverosímil hazaña. Obviamente habían llegado varios medios de comunicación con cámaras y la policía, quienes, con un altoparlante y la brigada especial para esos casos, intentaban convencerlo para que no lo hiciera. Pues, a pesar de todos, ya el hombre estaba allí, parado en su balcón y sonriente... Multitud de gentes se habían reunido en la calle. Yo veía algunos conocidos. Cerca de la esquina estaba don Ceferino. Más atrás estaban las viejas, vecinas mías y otros más que había visto en las inmediaciones. Cuando lo vi que comenzaba a moverse, me acomodé. Sí, no les voy a negar que estaba nervioso, quizá más que él. El corazón parecía salírseme por la boca y me corría electricidad por el cuerpo. Pero la práctica de mi profesión me había enseñado a obtener fotos, aun bajo condiciones emocionales desfavorables. Tal vez se preguntarán por qué estaba yo tan nervioso, siendo que si bien podía ser testigo de un suicidio, el hombre me  era por completo extraño. A la vez, y esto me da cierto prurito confesarlo, había algo que de pronto me había comenzado a acercar a él, una sensación, un sentimiento que hasta hoy no puedo explicar y que había empezado a asaltarme desde que lo había visto en la mañana. ¿Compasión? ¿Afecto? No lo sé. Tal vez admiración por su valor. No, no para suicidarse sino por atreverse a decir lo que él creía y pensaba de las cosas y del mundo, aunque nadie lo entendiera. Porque la supuesta inmortalidad no sería  su único don, según me habían contado,  puesto que hablaba de todas las cosas desde un concepto diferente que la gente no entendía. En ese entonces, yo que me sentía un fracasado, no era capaz de enfrentarme a mí mismo para decirme siquiera la verdad en muchos aspectos de mi vida de aquellos años. Aspectos que no detallaré porque forman parte de mi privacidad. Así como tampoco me encontraba de acuerdo en cómo funcionaba todo en esta sociedad, pero jamás me había animado a cuestionarlo. Tal vez, seguía como una oveja, acatando para no perder mi empleo, siendo poco coherente con mis principios y mis deseos. Y ahí estaba, ese desconocido, que aunque a la vista de todos no podría atribuírsele gran cordura  por su actuar,  parecía ser fiel a lo que él creía. Admito que me había dado vuelta la cabeza el incidente, y debo decir, casi como un testimonio, que  sé que algo sucedió en mi vida desde aquel momento. No puedo asegurar qué con exactitud. Pero  todo se me trastocó y desde aquel día ya no soy el mismo. Conservo las fotos, ya un poco amarillentas por el paso del tiempo,  que tomé en los escasos minutos que duró el suceso,  junto al recorte de la noticia en el diario que dice:  Ayer por la tarde, multitud de  vecinos del barrio de Caballito fueron testigos de un hecho increíble. Un hombre se tiró desde el balcón de un décimo piso, al parecer intentando suicidarse, en la intersección de las calles Sampedrito y Cuba, de dicha localidad capitalina. Médicos forenses y otros profesionales idóneos han realizado numerosos   estudios al sujeto, protagonista del hecho,  coincidiendo todos que el hombre ha sufrido tan sólo lesiones leves. Los expertos no se explican cómo ha  sobrevivido a la caída. Científicos de distintas áreas y zonas del país  habrán de estudiar el caso ya que no existe una explicación, desde la ciencia, para este hecho. “Clarín”, 28 de Octubre de 1985.

         En estas fotos se puede ver su rostro. ¿Ven? Su mirada parecía estar en calma al momento de lanzarse. Increíble, ¿no es cierto?  Aquí hay otras, donde se levanta después del caer estrepitoso sobre el asfalto. Se le ven apenas unos raspones en la cara. Según me contaron después, los cortes en el rostro y los brazos duraron tan sólo unos minutos. Ante los ojos de todos los presentes se le iban cerrando. Y estas  otras,  juro que no se las he mostrado a nadie porque develaría su secreto. Son varias que he tomado mientras iba cayendo, atravesando el vacío. Es que en ellas puede verse, casi como una sombra pálida, el recorte de unas alas...

Del libro Cuentos para despabilar el Alma

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