Tatita
Uno no se conoce a sí mismo hasta que atrapa el reflejo
de otros ojos que no sean humanos.-
Loren Eiseley (antropólogo)
La llegada
El viaje a la Pampa vaya si nos cambió la vida.
Nunca imaginé que la visita a la hacienda
de Tia Juana contribuyera aun más al crecimiento de nuestra familia,
por entonces ya numerosa. Cuando Tatita llegó a nuestra casa ni siquiera
vislumbrábamos lo que se traería bajo el poncho de plumas…
En eso siempre nos distinguimos de
nuestros vecinos, que solían mirarnos con un dejo de desconfianza.
Además de perro y gato, como Dios manda, en casa contábamos en ese
entonces con un lagarto overo, iguana, un jaulón con pájaros de distinta
extirpe, tortuga y una cotorra muy mañosa que, por caprichos de
Matilde, mi hija menor, andaba paseando sus patitas sobre la alfombra
del comedor y empeñada en adueñarse de la sala de estar.
Hasta allí podía ser tolerable.
La complicidad entre Matilde y Belisario,
mi esposo, para convertir a nuestra tranquila morada en un refugio para
todo tipo de bestia salvaje llegó al colmo cuando a mi niña le atacó el
síndrome de Harry Potter. Fue un temor que en mi se suscitó desde ésa
vez que vimos la primera de la saga.
Como dicen, todo lo que uno teme termina convirtiendose en realidad.
En aquel verano decidimos pasar unos dias
en la Estancia de mi Tia Juana, donde Matilde, Lila, la mayor y
Belisario desaparecían, apenas pasado el desayuno. Se lanzaban por el
campo en interminables excursiones a pie, o en cabalgatas desmesuradas
que me sacaban de quicio. A veces los acompañaba, por un rato. Nunca
tuve tanta pasión por la vida natural. Prefería, entonces, quedarme en
la hacienda con la tía, que se desvivía por darme las últimas recetas de
dulces caseros y postres exóticos con frutos del lugar.
Lila lo había comentado en el auto, de
viaje a la Estancia. Casi quedó confirmado el asunto la mañana que,
pasando por la habitación donde dormían mis hijas, escuché, al desliz,
una extraña conversación.
– ¿Cómo podés pensar en brujas? Esas son ideas del medioevo nena. La ciencia hoy día está muy lejos de toda esa fruslería.
– ¡Ay! ¡La ciencia, la ciencia! Bastante
tengo con la escuela para que me vengas a hablar de ciencia y de… Oíme
¿qué tiene que ver la frutería en todo esto?
– Fruslería, uf… ¡Para qué te voy a explicar!
– Sí mejor, no me expliques. ¡Ya vas a
ver cuando la tenga y me convierta en una poderosa hechicera! Buuu… Mmm
gato negro ya tengo, sapos tengo, en el jardín…
– Nena, esas películas te están afectando muy mal… exclamó Lila convencida.
A lo que Mati, ni corta ni perezosa respondió – ¿Y a vos? La facu y tu ciencia te están lavando el cerebro…
– Si claaro, porque tener una lechuza es algo muuy normal…
¿Lechuza? Repetí para mis adentros.
– Hola, ¿Interrumpo? dije, ingresando a su cuarto de sopetón.
-Chicas, son las once. ¿Hoy no piensan desayunar?
-Si, ya vaaamos, me contestaron al unísono, todavía con las sábanas hasta el cuello.
Miré el desorden de la habitación y me resigné al pueril desgano que asedia a la juventud de nuestros tiempos.
Tatita llegó esa misma tarde.
Después de un almuerzo frugal un pavoroso
cuchicheo se esparció por la casa. Belisario y las chicas iban y venían
como fantasmas, hasta que salieron juntos, poco después. Las tres
figuras se alejaron a pie por el monte. Literalmente desaparecieron.
Al rato, antes que caiga el sol oí el chirrido de la tranquera. La puerta del comedor se abrió, e instintivamente miré.
Era un bodoque en el que, contenido, asomaban unas plumitas blancuzcas. Distinguí con esfuerzo la cara del bicho.
La actitud sería la misma que tendría por
el resto de nuestra convivencia. Escrutándome, con esos ojazos negros,
de par en par, abiertos al infinito.
Alguien alcanzó a decir: – ¡Es que estaba solita! Parecía abandonada.¡Pobrecitaa!
Ahí me di cuenta que la criatura venía envuelta en el pulover de Belisario, y que el mismo la acunaba como un bebé.
– ¡Mirá lo que hiciste con el pulóver nuevo! – agarrándome la cabeza.
-¿No es hermosa? Insistió Lila.
Tia Juana me miró de reojo y se dio cuenta de mi cara.
– Nené ¡qué importa el pulóver! dijo y
largó una sonora carcajada, haciendo temblar el caserón con su panza de
globo terráqueo. Luego nos contó la historia de las lechuzas
vizcacheras. De cómo, llegada la edad, son echadas del nido por sus
padres para que asuman su vida de adultos. A todos se nos hizo un nudo
en la garganta.
Tatita había hallado un nuevo hogar. Aunque a mí me dominaba un pálpito.
La visita
La puerta de su casa estaba abierta. El
cielo de diamante, encarcelado en el marco de la puerta, atesoraba
estrellas. Al trasluz, una figura bajo el dintel. La mujer se adelantó.
Un rostro níveo, indefinido se reflejaba bajo la lumbre. La miraba
apacible, espectante. Es cierto que no era un ángel, pero podía serlo.
La cabellera, fundida con la noche. Algo
que la mujer llevaba en el pecho llamó la atención de Nené. Un brillo
metálico, áureo emitía un haz hacia el ambiente. Casi no se podía
distinguir su boca. Todo estaba en sus enormes perlas negras. Esos ojos,
de par en par, abiertos al infinito.
– ¿Quién sos? Preguntó Nené y se escuchó el silbido del viento. Se persignó.
– Sabes muy bien quién soy – escuchó en su cabeza.
– Eres…
– Nené, el tiempo es un animal escurridizo…
– ¿Cómo sabes mi nombre?
La mujer del halo parecía sonreir con la mirada.
– Conozco todo de ti –
– Es extraño pero tu rostro me suena familiar.
– En cierta forma es así. Existen múltiples niveles de existencia …
– ¿Qué es todo esto? ¿A qué viniste?
Un haz dorado creció invadiéndolo todo y
la risa se esparció por el aire en un tintineo. En el fondo la música
sonaba a violines. La sala se fue fundiendo y, en su lugar, algo similar
a una pantalla cinematográfica mostraba una escena. Se trataba de una
especie de atelier.
Nené vio a otra Nené. Parada frente a un
mural colorido. La “otra” esgrimía el pincel, regodeandose entre los
tonos y texturas de la paleta que sostenía en su otra mano, como en las
antiguas épocas de estudiante de bellas artes…
– Hay una voz que grita adentro tuyo. La frase resonó con un eco y todo se extinguió volviendo a la habitación.
¿Eres feliz? Preguntó apacible la mujer del halo dorado.
– ¿Cómo que si soy feliz?
– ¡Qué pregunta es ésa! ¡Síiiii, soy feliiiiz, soy feliiiiz! ¡Siiiiiii, lo soyyyyy…!
– ¡Nené, Nenéee, despertáte!
¡Tranquila! No grités más. Es sólo un sueño…la voz de Belisario
apaciguándola. Un trueno quebró la madrugada…
Ese fue el primero de mis sueños. A la
mañana siguiente, ni bien me levanté fui a ver a la lechuza. Ahí estaba,
espectante. Parecía sonreirme con la mirada.
El desenlace
Habíamos vuelto de la estancia, a nuestro
ritmo cotidiano. Tatita ya había dejado de ser el centro de atención
para todos, menos para mí. Belisario todo el día en el taller mecánico.
Las chicas cada una preocupada en sus estudios.
Yo, como siempre, en casa…
Daba la impresión que nada se había
salido de su cauce, excepto la presencia de Tatita en el comedor,
presencia que todo lo abarcaba a pesar de tratarse de un ave pequeña.
Lo del nombre lo acordamos entre todos en
honor a Doña Clodomira, mi suegra, que en paz descanse, con la cual el
bicho atesoraba un parecido indiscutible.
Aquel sueño me había dejado perturbada.
Más tarde la actitud del gato me inquietó aún más. Al principio lo
vigilaba para que Tatita no se convirtiera en un bocado. La cotorra, en
cambio, sabía defendenrse y nuestro viejo felino sucumbía frente a los
picotazos.
Tatita, en cambio, era un juguete nuevo.
Sobre todo por los sonidos que emitía por las noches. Cierta vez los
espié detrás de una cortina. El gato revivía encolerizado frente al palo
donde Tatita, inmovil, lo observaba. Hasta que en un momento se quedaba
tieso. Miránbase el uno al otro. En un rictus marmóreo permanecían así
indefinidamente. Me dio la sensación que entre ellos había un diálogo.
En algun momento el michi se alejaba directo al sillón, volviendo a
convertirse en ese almohadón redondo que todos adorábamos. Una suerte de
ritual que cada día se repetía. Aunque hubiera sido una buena excusa
para deshacernos del búho, tuve la certeza de que el gato nunca
significaría un peligro real para su vida.
El mismo sueño se fue repitiendo, cada
tanto, hasta hacerse cotidiano. Una pesadilla inacabable que me
perseguía y me perseguía. Al tiempo, crecía mi perturbación. Belisario
hasta se había resignado a mandarme al psicólogo. Se hizo notorio un
cambio en mi carácter. Vivía ofuscada, apática, irascible. De la
depresión a la euforia en un santiamén. Hubiera jurado que en el momento
menos pensado sacaría un alien de mis extrañas.
La casa era una montaña sobre mis
hombros, casi una estructura carcelaria. Comencé a observar que si no
cocinaba, todos los días, alguien podía hacerlor por mí. El mundo no
caía a pedazos si yo no estaba detrás de la limpieza. Las chicas
empezaron a desconcertarse. Ya no las regañaba para que ordenen sus
cuartos. Todo se había convertido en un Laissez faire, laissez passer…
Belisario ya empezaba a mirarme con otros ojos. La situación iba tornándose insostenible.
Hasta que una mañana, me desperté con la claridad del día.
Sentí un bienestar inusitado. Me habían vuelto las ganas de vivir.
Mi esposo roncaba, todavía. Pegué un
salto de la cama y en un impulso abrí la ventana. No me equivoqué. La ví
volando, alejándose. Me pareció que en algún momento se volvió. Sus
enormes perlas negras abiertas al infinito brillaban como estrellas.
Apenas saludé.
Al rato, después de un baño perfumado
saqué del ropero mi mejor vestido. Usé unos cosméticos de mis hijas para
maquillarme y salí por la puerta de calle.
Ya en la vereda, me cruzé con la vecina
de enfrente que me miró de arriba abajo como si hubiera visto al diablo.
La saludé y dije – ¡Lindo día! ¿No? Y me alejé hacia los suburbios en
busca de un buen atril, un lienzo y algunos pinceles.