sábado, 11 de abril de 2015

CUENTO: PACTO DE ALMAS

...La verdad es que no tenemos  por qué llorar a los muertos. ¿Por qué habríamos de hacerlo?
 Están en un lugar donde no hay sombras, oscuridad, soledad, aislamiento ni dolor.
 Están en casa. Están con Dios, de donde vinieron...
Anam  Cara El libro de la Sabiduría Celta
John O´Donhoue
        
         La noche viuda entrega su manto de terciopelo. Protectora, guía a las sombras que se esparcen por doquier en el antiguo caserón colonial. Voces sordas y silencios animados recorren el patio. Los baldosones, desdibujados por tantos años, tienen sed de rocío. En un claro de luna, la figura del aljibe, estampa virtual de un pasado remoto, se enaltece en la quietud. Por las hendijas de la persiana de una de las habitaciones, la luz ya no se ve.  Morena y Santiago duermen.  Ellos desconocían la historia de la casa cuando la compraron, tres años atrás.
         Desde que visitaron Tandil por primera vez, sólo quisieron vivir allí. Adiós locura urbana. Chau Buenos Aires. Cuando se instalaron, todo reverdeció en la vieja morada. La vida y el color retornaron. El aire se contagió de olor a ternura, de gozo de amantes recién casados. Y pronto fueron tres...
         Es la hora del ensueño. En medio del susurro de los grillos se oye una voz.
-¿Hola mi mohoso amigo? ¿Cómo estás? Era Francisquito que estaba apoyado en el aljibe.
-Ho... hola -contestó el aljibe un tanto atónito. -¿Qué hace usted aquí después de taanto?
         -Podés tutearme, Joshe -respondió el niño divertido, sentado en el borde, balanceando sus piernas.  -Seeñor, le he dicho muchas veces que tengo nombre y apellido, no soy Joshe, a secas-
          -¡Aahh!, sí, perdón, no quise que te enojaras. Pero... ¿Cómo era? El aljibe contestó con un tono serio y apesadumbrado:  -Soy el aljibe de la casa de la familia Gutiérrez Vidal.
           -Uy síiiii y yo soy Francisquito Gutiérrez Vidal... ¡no es para ponerse tan seriote, mi amigo! y se oyó una carcajada.
-Señor, creo que usted está tratándome un tanto socarronamente.-
           -¿Socaquéeee? -preguntó el pequeño sin dejar de hacer muecas con la boca y la lengua sobre el reflejo del agua. 
-Bue, bue, bue, vayamos al asunto ¿Qué lo trae por aquí? ¿A estas  horas?-
Francisco comenzó a explicar su inesperada visita. -Verás, en el lugar donde vivo ahora no hay tiempo para dejar de jugar, nunca es de noche, y está lleno de plazas, areneros,  payasos y juegos por todos lados. Las palomas, los canguros y los delfines juegan con nosotros y hasta tengo un caballito de mar...- 
          -¡Qué hermoso! -dijo el sorprendido anfitrión imaginando aquel mágico lugar.
-Pero, ¿entonces?-
-Lo que sucede es que tenía que venir, tenía que venir...- repitió el niño.
          Las palabras se perdieron entre la brisa nocturna. Bajo la escalera de caracol, Bufoso, el cachorro ovejero, dio tres vueltas y resopló antes de acurrucarse sobre el trapo de piso. Después se quedó espiando de reojo la extraña conversación.  De repente, un chirrido. La puerta del comedor que daba al patio quería abrirse. Mejor dicho, se estaba abriendo.  Se veían las manos de Nahuel empujando con esfuerzo. Primero la puerta, luego el mosquitero y... lo logró. Salió  dando tumbos con sus pasos tambaleantes. Una risa de júbilo  se esparció por el zaguán. Daaa da daaa. Miró el banquito de madera. Lo arrastró y lo llevó como un carrito. Daaa da. Lo puso pegado al aljibe. Daaa dáa y se trepó nomás. Nadie sabe cómo pero apareció paradito, justo en el borde.
         Nahuel era un pequeño revolucionario. Solía treparse con la silla a la cocina tratando de encender la hornalla con el chispero. Más de una vez fue sorprendido antes de saltar por la ventana hacia el patio, después de haberse subido a la mesada. O lo habían encontrado sacando todos los cubiertos de los cajones. Tal vez podría intentar probar el gusto de las monedas, los botones o cualquier otro elemento a su alcance que fuera digno de llevarse a la boca. Buscador incansable de aventuras, ya una vez se había fracturado un brazo, hacía tres meses, por querer pasar de su silla al sillón que estaba a un metro y medio de distancia. Justo el día que cumplía un dos años.  Pero eso no lo detuvo, cuando lo trajeron de la clínica con el yesito andaba correteando por todos lados, dándose nuevos porrazos.
         En medio de la monotonía del ambiente nocturno, Nahuel estaba dando un concierto de entrecasa. Manoteaba el balde de chapa que estaba apoyado boca abajo en el brocal. Los brazos invisibles de Francisquito sostenían al chico para que no cayera.  Lo tuvo así hasta que fue rescatado. Bufoso, que desesperado no paraba de ladrar, e iba de un lado a otro del patio, hizo, junto con el barrullo,  que los padres se despertaran.
           Cuando Santiago llegó y vio la escena, se quedó mudo y pálido como su camiseta. Las gotas de sudor comenzaron a bajar por sus sienes. Detrás llegó Morena, que casi se desmaya.  Lanzó un grito ahogado: Nahue...
 -Shhhhh, no, no  mi amor, se puede asustar- recomendó el padre.
-¿Qué hacéemooosss?-
         -Esperá... yo me encargo, tranquila - dijo Santiago  mientras iba acercándose despacito. Nahuel seguía entretenido con su ruidosa sinfonía. Miraba a los papás y sonreía. Daaa Da
-¡Hoola bebé!  Vení con papi- dijo Santiago acercándose como una pluma y estirando los brazos. El pequeñín no se resistió. ¡Ahhhhhh... ya, ya, ya te tengo mi amor! En ese momento Francisquito lo soltó. Todos respiraron y recuperaron el aliento. El nene se reía y festejaba la travesura, agitando los brazos y el cuerpo en el regazo de su papá. Antes de entrar a la casa, miró hacia el aljibe y levantó su manito para saludar.


         A partir de aquel día fue colocado un precario alambrado en el cual se posaban los jilgueros y las mariposas.  Francisco no volvió por un tiempo a visitar a sus amigos. El aljibe había recuperado la alegría, abandonando el sentimiento de culpa que lo había atormentado desde hacía ochenta años cuando el más pequeño de los hijos de la familia Gutiérrez Vidal, en ese entonces dueña de casa, había muerto en un infortunado accidente resbalando y cayéndose  al pozo. 

Del libro Cuentos para despabilar el alma 


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