Hubo una vez un hombre de semblante pálido y mirada triste
que entró a un Templo.
Con sus ojos cerrados y en silencio, sentado en posición de
loto frente al altar, se encontraba el Maestro.
El hombre se quedó un rato observándolo y al ver que el Maestro
no notaba su presencia quiso llamar su atención.
- Disculpe…
El Maestro siguió meditando como si nada hubiera sucedido.
El hombre insistió:
- Perdón, ¿podría interrumpirlo?
El Maestro con extrema lentitud comenzó a erguirse y poco a
poco abrió sus ojos. Luego de unos instantes, que al hombre le parecieron
interminables, le respondió en calma:
- Pides permiso para interrumpir… Ya has interrumpido…
- Bueno, disculpe
usted, es que necesito hablar con alguien antes de hundirme totalmente en la
desesperación. Necesito que me ayude, estoy muy apesadumbrado, triste, dijo el
hombre con voz lánguida.
El Maestro, continuó con su expresión contemplativa y se
dispuso a escucharlo.
- Cuéntame, le dijo.
El hombre comenzó a relatar el derrotero de sus días, lo que
él llamaba la historia de su mísera vida. De su pelea con sus hermanos por la
casa que habían dejado sus padres al morir. De su mujer que lo había abandonado
por no ser capaz de traer el sustento cotidiano para mantener a sus tres hijos.
Que sus niños ya no querían verlo. Habló de su negocio compartido con su
hermano mayor quien lo había estafado. Y deshojó una a una todas sus penurias
ante el Maestro, quien lo contemplaba paciente e imperturbable.
Lo oyó un buen rato sin decir una palabra.
El hombre terminó de hablar y el Maestro permaneció en
silencio y bajó la vista.
-Bueno, soy el hombre más desdichado del mundo y usted ¿no
me va a decir nada?
Por favor, insistió, - ¡Ayúdeme! Deseo cambiar mi vida, agregó
desesperado.
El Maestro continuó en silencio, esta vez contemplando algo
más allá sobre la cabeza del hombre. A lo lejos se oía el tintineo de unas
campanas y el sonido del agua de la
fuente cayendo en cascada sobre un pequeño montículo rocoso, en la entrada del Templo.
El hombre ya se estaba impacientando.
- Muy bien, dijo por fin el Maestro, y agregó - Ven todos los
días, a las cinco de la mañana y te enseñaré algo.
El hombre volvió al otro día a la hora que le había dicho el
Maestro, quien lo invitó a quedarse en silencio un buen rato, sentado junto a
él, frente al altar. El hombre quiso hablarle pero el Maestro le dijo que debía
permanecer en silencio. Al despuntar el mediodía se despidieron hasta el otro
día.
Así transcurrieron unas cuantas semanas, hasta que un buen
día el hombre le preguntó al Maestro para qué lo hacía ir todos los días a
permanecer en silencio. Que eso, no lo había ayudado en nada. Que su vida
seguía siendo tan mísera como antes, y encima de todo, que no podía contarle
sus problemas para que él lo ayude...
- Eres libre. Puedes irte, y no volver.
- Pero usted dijo que me ayudaría y yo le creí.
El maestro permaneció impasible durante largos minutos,
mirando hacia los ojos del inmenso Buda que se erigía en el altar, rodeado de
velas e inciensos recién encendidos.
- El hombre, ya muy molesto alzó la voz: - ¡Usted es un
embustero! Me ha mentido, no me ha ayudado en nada.
Con inmensa compasión y una media sonrisa en los labios le
respondió:
- Tú me pediste una solución a tus problemas, y te invité a
disfrutar de la contemplación y el silencio. ¿Qué mayores tesoros podía
ofrecerte? Luego agregó: Tú sólo me has insistido día a día, que te escuchara…
Entonces comprendí que no deseabas una solución a tus problemas. Sólo deseabas
que alguien te escuche...
- La ayuda que buscas, está en ti no en mí.
- Ve y háblale a la roca, cuéntale lo mísero que eres. Llora
y descarga tu furia y tu tristeza con el viento, golpea la tierra y derrama tus
lágrimas en el polvo.
-Cuando estés agobiado de tanto llorar, y cansado de sentirte
el más mísero de todos los hombres, entonces ahí regresa. Sólo cuando sientas
desde las entrañas de tu corazón que ya no quieres vivir más así, como un despojo
de hombre. Sólo entonces regresa…
-Recién ahí podré guiarte para que puedas encontrar en el fondo
de tu ser la luz que tanto anhelas.
Adriana Alfonso