viernes, 14 de octubre de 2016

La Enamorada del Balcón (rescatado de un antiguo blog)


Estos cuentos fueron rescatados de un antiguo Blog mio, ya abandonado, Cuentos en sincronía,  en donde publicaba con el seudónimo de Ariadna Baez. Aquí va el primero...

La Enamorada del Balcón

 «El hombre en su esencia no debe ser esclavo,  
ni de si mismo ni de los otros, sino un amante.
Su único fin está en el amor.»
Rabindranath Tagore

 

En mis sueños, vivo enredada en los hombros de mi amado, en un abrazo interminable. Perduro pegada como una sombra a su piel fría, de mármol, que entibio con pasión.
Él, que todo lo ve a través de mis ojos, respira también por mis poros. Somos como el cauce y el agua del río, él me sostiene yo lo alimento. A simple vista parecemos uno solo, verde, esponjoso, de ramas entretejidas en formas arquitectónicas y redondeadas en las que las manos del hombre poco tienen que ver. A simple vista, no se distingue dónde termina su cuerpo y dónde comienza el mío.
Mi balcón y yo conservamos una historia. En nuestra intimidad llevamos un secreto y fuimos testigos, sin querer, de las veladas de aquellos amantes prohibidos. La mayoría supone que aquella noche, la del juramento de amor eterno, fue la última. Se equivocan. Hasta hay quienes sospechan que todo sea irreal y que la historia sólo pertenezca a la prolífica imaginación de un notable hombre de letras. Nosotros conocemos la verdad.
Enamorada del muro me dicen. Me confunden con mi prima segunda, la hiedra, pero yo no soy de aquí. Quiero decir, mi origen está en otro lugar, otro universo. ¿Que cómo llegué aquí? Eso es parte de mi secreto, tal vez algún día, si tengo ganas les contaré.
Me causa gracia la manera en que el humano me definiría si supiera que vengo de otra parte.
Es que ellos creen que todos llegamos en naves voladoras. Si tan sólo supieran que ninguna especie animal pertenece a este planeta...
Pero, claro, cómo podrían averiguarlo, si no entienden su lenguaje. Ellos, los enamorados que poblaron mi balcón, tampoco eran de aquí.
Cada otoño mis hojas se desvanecen, se esfuman llevándose algo de mí, pero no mis siglos ni la memoria que no me falla, e intacta evoca, cada tanto, aquellos besos furtivos que ensayo con mi amado, en sueños.
Un anhelo enciende mi corazón cada amanecer y mi savia vibra desde hace tanto. Aunque el pueblo y la gente ya no sea la misma, ni siquiera mi voz y esta manera moderna de hablar que he adquirido a través de los años.
Aún tengo presente su expresión en aquella madrugada lejana. Cuando lo ví llegar, tímido y vacilante, un trueno sacudió los cimientos y entonces supuse que nada sería lo mismo en esta casa. La sensación se acrecentó cuando los observé juntos por primera vez y una música funesta, aletargada como un quejido, se oyó a lo lejos. Cuando se encontraban, nada podía perturbarlos y en menos de un segundo el resto del mundo era el reflejo de un suspiro.
Él, rubio, enjuto y delgado, de mirada ardiente, brillaba como un adonis sobre su montura.  Refulgente como el sol que enmudece los ojos, asi era mi muchacho. Muchos fuimos testigos del sentimiento que nació cual brisa pura en la mañana.
Ella, mi pequeña y pálida niña, comenzaba con un modesto temblor, casi imperceptible, al aproximarse el momento del encuentro que se repetía, más a menudo de lo que todos saben. Lo disimulaba mientras mordía, casi con desdén, un bucle rojo. Ese delicado bucle que rebelde, se deslizaba y caía sobre una de sus mejillas rosadas,  encendidas como nunca, efecto que se desvanecía con el correr de las horas, tras la ausencia.
A pesar de la felicidad de los amantes, mis días se iban opacando, nublados por un presagio oscuro, casi profético, que se me había ido instaurando de a poco, como una astilla clavándose más profundo por adentro.
En estos días, ni siquiera los gondoleros han conservado ese espíritu. Ahora trabajan para los visitantes. Antes su canto era un arte, como el pájaro que celebra las horas del día. Nada es lo mismo, ni el río, ni la gente, ni el pueblo que ahora lo llaman ciudad. Venecia también se ha poblado de extrañas figuras que inundan las calles, ávidos de no sé qué.
Aquí, en mi Verona natal, muy pocos son los que llegan y perciben la magia del lugar. La remanencia de aquellas presencias, está en el aire todavía y se les mete en la sangre por un rato y los hace estremecer. Enternecidos se abrazan y besan tomados de la mano sobre el empedrado. Y aquí en mi balcón, para la foto. Yo los envuelvo con mis suspiros. Para que ese amor sea eterno. Siempre y cuando lo que los motive sea genuino. Y esto último valga un acento. De otra manera, un leve escozor los rozará y pasarán de largo, y tarde o temprano sus historias tendrán diferentes rumbos.
Más de uno llega distraído pero enseguida percibe el entorno. Un golpe seco y la caricia del aire que los deja perturbados. Se les nota en los ojos ese brillo especial. Es una especie de código que sólo pueden descifrar quienes son capaces de vulnerarse al amor.
Sino lo conoces, nunca te enterarás de que existe y no comprenderás de qué se trata.
Como si yo me pusiese a disertar sobre la montaña y sus nieves sempiternas. ¿Qué puedo saber yo de eso, que no he salido de al lado de mi amado? Aunque, algo sé, gracias a la lluvia, que es curiosa, se mete por todos lados, luego viene y me cuenta. Entre nosotros, ella fue la que me ayudó a que esta historia fuera escrita y no se perdiera. La que inspiró al poeta en sus noches de insomnio, golpeando cansina y rítmicamente contra los muros de su alcoba.
Todo sucedió así, tan real, tan efímero. Por supuesto, sus nombres no fueron aquellos con los que se hizo famosa la tragedia de Romeo y Julieta. Ni tampoco trascendieron otros detalles como el hecho de que ellos podían entender el lenguaje de las golondrinas.
Es que el escritor obvió un fragmento de la verdad, por dos motivos, a mi entender bastante comprensibles: uno, porque lo atribuyó a su veleidosa fantasía. El otro, por un temor acérrimo a que lo tomaran por lunático.
Los días previos al desenlace transcurrieron raudos, como el instante mismo antes de la muerte. Aunque sea una palabra que no me gusta, debo usarla. Mi amado dice que exagero, pero no sé qué es la muerte. Renacer es el único sentido que encuentro a esta existencia.
He perecido sí, ante el flagelo del tiempo. Pero siempre un retoño ínfimo, minúsculo, escondido entre las sombras de las vísceras de mi muro, vuelve con toda la fuerza, dando cuenta del misterio de la vida. Un misterio que el humano todavía no ha sido capaz de develar. Por eso nunca me he ido del todo, como ellos...
Por estos días tenemos un viejo cuidador, un poco cascarrabias el hombre, cuyo único entretenimiento consiste en recortarme con una tijera gigante y luego acomodar mis hojas.
El viejo jardinero no entiende de mi amor, y se empeña en dejarme prolija en los bordes, para que los extraños se lleven una bonita impresión del balcón de los enamorados, dice. Mientras yo me estiro y me esfuerzo para llegar a abrazar a mi balcón.
La leyenda, si es que puede llamarse así, ha trascendido las fronteras de mi tierra, lo sé. Los detalles que aquí develo son inéditos, los he guardado para mí, hasta hoy, pero considero que ya es tiempo.
Ellos están aquí.
Sé que nadie puede verlos más que yo. Bueno, mi amado y yo. Y el pordiosero que se sienta a los pies de la estatua, el pobre tampoco es de acá. El también los ve. Nadie le cree porque hace años lo dieron por loco.
Ella, mi niña, me despierta cada mañana con su risa etérea. Acaricia mis hojas y me observa. Cuando él llega, radiante como un ángel, la toma de la mano y se van flotando en el viento. No se alejan demasiado. Llegan hasta alguna nube y pasean sobre el río, en nube.
Los besos que se dan, caen como gotas de rocío, diminutas, incesantes sobre los recién llegados.
Son esos besos los que perduran, eternamente, en los enamorados.



jueves, 11 de febrero de 2016

Memorias del Buen Discípulo



 Hubo una vez un hombre de semblante pálido y mirada triste que entró a un Templo.
Con sus ojos cerrados y en silencio, sentado en posición de loto frente al altar, se encontraba el Maestro.
El hombre se quedó un rato observándolo y al ver que el Maestro no notaba su presencia quiso llamar su atención.
- Disculpe…
El Maestro siguió meditando como si nada hubiera sucedido.
El hombre insistió:
- Perdón, ¿podría interrumpirlo?
El Maestro con extrema lentitud comenzó a erguirse y poco a poco abrió sus ojos. Luego de unos instantes, que al hombre le parecieron interminables, le respondió en calma:
- Pides permiso para interrumpir…  Ya has interrumpido…
 - Bueno, disculpe usted, es que necesito hablar con alguien antes de hundirme totalmente en la desesperación. Necesito que me ayude, estoy muy apesadumbrado, triste, dijo el hombre con voz lánguida.
El Maestro, continuó con su expresión contemplativa y se dispuso a escucharlo.
- Cuéntame, le dijo.
El hombre comenzó a relatar el derrotero de sus días, lo que él llamaba la historia de su mísera vida. De su pelea con sus hermanos por la casa que habían dejado sus padres al morir. De su mujer que lo había abandonado por no ser capaz de traer el sustento cotidiano para mantener a sus tres hijos. Que sus niños ya no querían verlo. Habló de su negocio compartido con su hermano mayor quien lo había estafado. Y deshojó una a una todas sus penurias ante el Maestro, quien lo contemplaba paciente e imperturbable.
Lo oyó un buen rato sin decir una palabra.
El hombre terminó de hablar y el Maestro permaneció en silencio y bajó la vista.
-Bueno, soy el hombre más desdichado del mundo y usted ¿no me va a decir nada?
Por favor, insistió, - ¡Ayúdeme! Deseo cambiar mi vida, agregó desesperado.
El Maestro continuó en silencio, esta vez contemplando algo más allá sobre la cabeza del hombre. A lo lejos se oía el tintineo de unas campanas y el sonido del agua  de la fuente cayendo en cascada sobre un pequeño montículo rocoso, en la entrada del Templo.
El hombre ya se estaba impacientando.
- Muy bien, dijo por fin el Maestro, y agregó - Ven todos los días, a las cinco de la mañana y te enseñaré algo.
El hombre volvió al otro día a la hora que le había dicho el Maestro, quien lo invitó a quedarse en silencio un buen rato, sentado junto a él, frente al altar. El hombre quiso hablarle pero el Maestro le dijo que debía permanecer en silencio. Al despuntar el mediodía se despidieron hasta el otro día.
Así transcurrieron unas cuantas semanas, hasta que un buen día el hombre le preguntó al Maestro para qué lo hacía ir todos los días a permanecer en silencio. Que eso, no lo había ayudado en nada. Que su vida seguía siendo tan mísera como antes, y encima de todo, que no podía contarle sus problemas para que él lo ayude...
- Eres libre. Puedes irte, y no volver.
- Pero usted dijo que me ayudaría y yo le creí.
El maestro permaneció impasible durante largos minutos, mirando hacia los ojos del inmenso Buda que se erigía en el altar, rodeado de velas e inciensos recién encendidos.
- El hombre, ya muy molesto alzó la voz: - ¡Usted es un embustero! Me ha mentido, no me ha ayudado en nada.
Con inmensa compasión y una media sonrisa en los labios le respondió:
- Tú me pediste una solución a tus problemas, y te invité a disfrutar de la contemplación y el silencio. ¿Qué mayores tesoros podía ofrecerte? Luego agregó: Tú sólo me has insistido día a día, que te escuchara… Entonces comprendí que no deseabas una solución a tus problemas. Sólo deseabas que alguien te escuche...
- La ayuda que buscas, está en ti no en mí.
- Ve y háblale a la roca, cuéntale lo mísero que eres. Llora y descarga tu furia y tu tristeza con el viento, golpea la tierra y derrama tus lágrimas en el polvo.
-Cuando estés agobiado de tanto llorar, y cansado de sentirte el más mísero de todos los hombres, entonces ahí regresa. Sólo cuando sientas desde las entrañas de tu corazón que ya no quieres vivir más así, como un despojo de hombre. Sólo entonces regresa…
-Recién ahí podré guiarte para que puedas encontrar en el fondo de tu ser la luz que tanto anhelas.

Adriana Alfonso 


sábado, 18 de abril de 2015

Microcuento - Los resucitados


Resucitaban cada noche.
El amanecer los sorprendía abrazados a la estatua de Gardel, perdidos en un sueño profundo. Entrada la mañana, con el ruido de la ciudad, parecían ir despabilándose.
Prolijos, acicalados tomaban el subte para llegar a horario, a sus trabajos. Ellos, de traje azul. Ellas, de chaleco gris y tacones. Un andar robótico los encaminaba a su destino.
Tras la frialdad de los ventanales de oficina, permanecían inmóviles, petrificados  como maniquíes vivientes hasta esperar alguna señal. El sol cayendo tras la línea del horizonte encendía un brillo en sus ojos.
Se acercaba la hora.
Cayendo la noche, los compases de un tango lejano se hacía un eco ineludible que irrumpía en el manto empedrado. 
La melodía, cadenciosa, les acariciaba la piel hasta embriagarse. Se iban cortando. Se iban quebrando.
Encajes y chambergos, seducían los aires de la noche porteña, que ellos mismos creaban en cada acople de su danza.
Entre risas, tomados de la mano huían por el callejón del Caminito. El mismo que los conducía, directo, hacia los patios de la Milonga.


Microcuento - ¿Querés ser mi novia?

El universo paralizó su máquina del tiempo cuando en la playa, posé mis labios en los tuyos. Temblé como un niño, aunque ya tenía 13. Seguramente,  un rubor tibio habría subido por mis pómulos. El nácar de tus mejillas, en cambio, olía a rosas, y casi nada podía acercarse más a la felicidad que ese instante. ¿Querés ser mi novia? alcancé a susurrar tímidamente y te tomé de la mano. Me miraste y esbozaste una sonrisa tenue, y en la profundidad verde de tus ojos se iba anclando mi alma. Como una bendición comenzaron a caer las gotas. Con mi saco te cubrí de la llovizna, y abrazados nos alejamos por las dunas doradas.
Suelo escribir tu nombre en la arena, cuando por las tardes contemplando el crepúsculo y las olas romper, dejo volar mi imaginación recreando ese momento perfecto cuando te pregunte:  ¿Querés ser mi novia?

Microcuento - Ironías

        
            Cuando ella viera su dibujo sobre la Venus de Milo, pensó que se enamoraría de él a primera vista. Dos horas en el tren y ni habían cruzado palabra. El retocaba la ilustración con su grafito, mientras ella parecía perdida en el paisaje. La imaginó tímida bajo esos anteojos negros y se aseguró que el dibujo se viera bien de costado. Su arte era su arma de seducción, lo sabía.  Poco antes que sonara el silbato del tren ella abrió la cartera para sacar algo. Desplegó con parsimonia su bastón blanco y lentamente se incorporó. Mirando a la nada le dijo - ¿Podría guiarme para bajar en la estación?


sábado, 11 de abril de 2015

CUENTO: PACTO DE ALMAS

...La verdad es que no tenemos  por qué llorar a los muertos. ¿Por qué habríamos de hacerlo?
 Están en un lugar donde no hay sombras, oscuridad, soledad, aislamiento ni dolor.
 Están en casa. Están con Dios, de donde vinieron...
Anam  Cara El libro de la Sabiduría Celta
John O´Donhoue
        
         La noche viuda entrega su manto de terciopelo. Protectora, guía a las sombras que se esparcen por doquier en el antiguo caserón colonial. Voces sordas y silencios animados recorren el patio. Los baldosones, desdibujados por tantos años, tienen sed de rocío. En un claro de luna, la figura del aljibe, estampa virtual de un pasado remoto, se enaltece en la quietud. Por las hendijas de la persiana de una de las habitaciones, la luz ya no se ve.  Morena y Santiago duermen.  Ellos desconocían la historia de la casa cuando la compraron, tres años atrás.
         Desde que visitaron Tandil por primera vez, sólo quisieron vivir allí. Adiós locura urbana. Chau Buenos Aires. Cuando se instalaron, todo reverdeció en la vieja morada. La vida y el color retornaron. El aire se contagió de olor a ternura, de gozo de amantes recién casados. Y pronto fueron tres...
         Es la hora del ensueño. En medio del susurro de los grillos se oye una voz.
-¿Hola mi mohoso amigo? ¿Cómo estás? Era Francisquito que estaba apoyado en el aljibe.
-Ho... hola -contestó el aljibe un tanto atónito. -¿Qué hace usted aquí después de taanto?
         -Podés tutearme, Joshe -respondió el niño divertido, sentado en el borde, balanceando sus piernas.  -Seeñor, le he dicho muchas veces que tengo nombre y apellido, no soy Joshe, a secas-
          -¡Aahh!, sí, perdón, no quise que te enojaras. Pero... ¿Cómo era? El aljibe contestó con un tono serio y apesadumbrado:  -Soy el aljibe de la casa de la familia Gutiérrez Vidal.
           -Uy síiiii y yo soy Francisquito Gutiérrez Vidal... ¡no es para ponerse tan seriote, mi amigo! y se oyó una carcajada.
-Señor, creo que usted está tratándome un tanto socarronamente.-
           -¿Socaquéeee? -preguntó el pequeño sin dejar de hacer muecas con la boca y la lengua sobre el reflejo del agua. 
-Bue, bue, bue, vayamos al asunto ¿Qué lo trae por aquí? ¿A estas  horas?-
Francisco comenzó a explicar su inesperada visita. -Verás, en el lugar donde vivo ahora no hay tiempo para dejar de jugar, nunca es de noche, y está lleno de plazas, areneros,  payasos y juegos por todos lados. Las palomas, los canguros y los delfines juegan con nosotros y hasta tengo un caballito de mar...- 
          -¡Qué hermoso! -dijo el sorprendido anfitrión imaginando aquel mágico lugar.
-Pero, ¿entonces?-
-Lo que sucede es que tenía que venir, tenía que venir...- repitió el niño.
          Las palabras se perdieron entre la brisa nocturna. Bajo la escalera de caracol, Bufoso, el cachorro ovejero, dio tres vueltas y resopló antes de acurrucarse sobre el trapo de piso. Después se quedó espiando de reojo la extraña conversación.  De repente, un chirrido. La puerta del comedor que daba al patio quería abrirse. Mejor dicho, se estaba abriendo.  Se veían las manos de Nahuel empujando con esfuerzo. Primero la puerta, luego el mosquitero y... lo logró. Salió  dando tumbos con sus pasos tambaleantes. Una risa de júbilo  se esparció por el zaguán. Daaa da daaa. Miró el banquito de madera. Lo arrastró y lo llevó como un carrito. Daaa da. Lo puso pegado al aljibe. Daaa dáa y se trepó nomás. Nadie sabe cómo pero apareció paradito, justo en el borde.
         Nahuel era un pequeño revolucionario. Solía treparse con la silla a la cocina tratando de encender la hornalla con el chispero. Más de una vez fue sorprendido antes de saltar por la ventana hacia el patio, después de haberse subido a la mesada. O lo habían encontrado sacando todos los cubiertos de los cajones. Tal vez podría intentar probar el gusto de las monedas, los botones o cualquier otro elemento a su alcance que fuera digno de llevarse a la boca. Buscador incansable de aventuras, ya una vez se había fracturado un brazo, hacía tres meses, por querer pasar de su silla al sillón que estaba a un metro y medio de distancia. Justo el día que cumplía un dos años.  Pero eso no lo detuvo, cuando lo trajeron de la clínica con el yesito andaba correteando por todos lados, dándose nuevos porrazos.
         En medio de la monotonía del ambiente nocturno, Nahuel estaba dando un concierto de entrecasa. Manoteaba el balde de chapa que estaba apoyado boca abajo en el brocal. Los brazos invisibles de Francisquito sostenían al chico para que no cayera.  Lo tuvo así hasta que fue rescatado. Bufoso, que desesperado no paraba de ladrar, e iba de un lado a otro del patio, hizo, junto con el barrullo,  que los padres se despertaran.
           Cuando Santiago llegó y vio la escena, se quedó mudo y pálido como su camiseta. Las gotas de sudor comenzaron a bajar por sus sienes. Detrás llegó Morena, que casi se desmaya.  Lanzó un grito ahogado: Nahue...
 -Shhhhh, no, no  mi amor, se puede asustar- recomendó el padre.
-¿Qué hacéemooosss?-
         -Esperá... yo me encargo, tranquila - dijo Santiago  mientras iba acercándose despacito. Nahuel seguía entretenido con su ruidosa sinfonía. Miraba a los papás y sonreía. Daaa Da
-¡Hoola bebé!  Vení con papi- dijo Santiago acercándose como una pluma y estirando los brazos. El pequeñín no se resistió. ¡Ahhhhhh... ya, ya, ya te tengo mi amor! En ese momento Francisquito lo soltó. Todos respiraron y recuperaron el aliento. El nene se reía y festejaba la travesura, agitando los brazos y el cuerpo en el regazo de su papá. Antes de entrar a la casa, miró hacia el aljibe y levantó su manito para saludar.


         A partir de aquel día fue colocado un precario alambrado en el cual se posaban los jilgueros y las mariposas.  Francisco no volvió por un tiempo a visitar a sus amigos. El aljibe había recuperado la alegría, abandonando el sentimiento de culpa que lo había atormentado desde hacía ochenta años cuando el más pequeño de los hijos de la familia Gutiérrez Vidal, en ese entonces dueña de casa, había muerto en un infortunado accidente resbalando y cayéndose  al pozo. 

Del libro Cuentos para despabilar el alma 


CUENTO: EL MISTERIOSO CASO DEL SUICIDIO CON FINAL FELIZ

¡Qué camino el mío, sin embargo! ¡Cuánta estupidez, cuánto vicio, cuántos errores, disgustos,
dolores y desilusiones he tenido que soportar sólo para volver a ser un niño
y poder empezar de nuevo!

Siddharta - Herman Hesse

         Por aquel entonces recién me había mudado a Caballito. Vivía en un pequeño departamento, con  un antiguo balcón francés que daba la calle. Siempre viví en casa de departamentos, en lo posible alto y que tuviera una vista que me pudiera permitir llevar a cabo la parte que más me gusta de mi profesión. Hace años que me dedico a la fotografía, y en aquel momento trabajaba para una empresa de fiestas y eventos. Pero, por supuesto, como cualquier fotógrafo que se precie, me fascina captar los sucesos y cosas que casi nadie puede ver; lo insólito de la gente y lo que dura tan sólo los segundos que puede llevar apretar un disparador.  Mi nombre es Richard, aunque eso poco importa. Quien se entere de estos hechos que voy a narrar, pensará tal vez,  aunque no lo diga, que mi delirio ha tomado oscuras dimensiones, pero lo cierto es que puedo probar todo lo que digo y a cualquiera que piense que estoy loco lo invito a que vea las fotos que aún conservo en mi poder.
         Como decía antes, fue en  1985 cuando me mudé a aquel barrio. No soy de comunicarme demasiado con la gente, más bien quienes me conocen me tildan de solitario. Por esa época lo era aún más. A los pocos días de estar en ese antiguo edificio me enteré de la existencia de un hombre del que todo el mundo hablaba. En el ascensor cuando bajaba, ya al día siguiente de haberme mudado, oí los primeros comentarios de dos vecinas, chancletudas, de ojos saltones, pañuelo colorido y ruleros, que parecían hermanas. Chusmerío barato, pensé. Grande fue mi sorpresa cuando el mismísimo portero, quien podía ser parco pero tenía un mote de serio, me hizo el comentario. -¿Se enteró lo del hombre de décimo A del edificio de la esquina?
    -No... -contesté yo sin darle tanta importancia, pero mirándolo a la cara y con expresión de interés, para no ser descortés.
    Y ahí mismo, y contra mi voluntad pasó a contarme un relato, que por supuesto yo no creí una sola palabra, pero no puedo negar que desde ese preciso instante el  bicho inquieto de la curiosidad comenzó a crecer dentro de mí.
         Al parecer este buen señor, del que todos hablaban,  decía haber descubierto cómo ser inmortal, y aducía no tener inconveniente alguno en enseñarle, a quien lo deseara y estuviera dispuesto, cómo lograr semejante capacidad. Según los dichos del portero, se trataba de un hombre que aparentaba  tener unos cuarenta años, y digo aparentaba porque los que afirmaban conocerlo decían que tenía más de sesenta. El no era de contar  su edad.  Era un tipo extraño, no se metía con la gente, ni hablaba de cosas vanas, sino que se permitía conversar con cualquiera que él considerara, según datos que reuní posteriormente. Pero lo más escabroso del tema sería que al día siguiente iba a demostrarle a todo quien se atreviera a ser testigo que lo que él decía no se trataba de puras invenciones, sino que era tan real como el aire que respiramos. Su método, tal vez poco ortodoxo, consistiría en tirarse desde el balcón de su casa a la vereda, asegurando que no  recibiría más que algunos magullones. Al escuchar semejante barbaridad me reí. A Don Ceferino, nuestro encargado, no le causó mucha gracia. Le dije que me parecía una locura y que tal vez se trataría de algún desquiciado de esos que no faltan nunca... Él me hizo un gesto y se encogió de hombros. Me pareció extraño que este hombre diera tanto crédito a tan fantasiosa historia. No lo voy a negar, pero dudé también de su estado mental. Recuerdo que, mientras subía por el ascensor, no dejé de apenarme por la gente en general. Parecía que la magnitud de la crisis los iba llevando a  todos a tristes estados de fabulación crónica.  Ese día subí a mi departamento  y el tema duró en mi mente hasta que traspuse la puerta de entrada de la sala.  Juro que esa noche  no  pensé siquiera  una vez  en el asunto ni en el hombre. A la mañana siguiente, el día en que sucedería el publicitado suicidio, salí corriendo de casa porque estaba retrasado. Hasta hoy tengo el recuerdo de la sonrisa del tipo, que en mi apuro, me llevé por delante. Era un hombre alto, de aspecto nórdico. Me  miró con sus ojos profundos y me sonrió, sin dar importancia a mi arrebato. Seguí caminando, sin darme vuelta, pero enseguida supe que se trataba de él. No me pregunten cómo. También tuve la sensación de que,  en lo que duró el suceso, algo me estaba diciendo y no con los labios. Pero no estoy seguro... Yo no soy de creer en nada que no vea. Y por eso esa tarde me aposté diez minutos antes de las cinco, prismáticos en mano, en mi balcón para observar. Preparé mi teleobjetivo, y la cámara que usaba en aquellos tiempos. Cada tanto pensaba que me había atacado la morbosidad, ya que observar a alguien que iría a arrollarse contra la acera no era de mentes sanas. ¿Pero, y si era verdad? Si no me hubiera cruzado esa mañana misma con él, tal vez jamás habría estado allí, sentado y esperando con mi cámara. Un desconocido impulso se había adueñado de mí y deseaba fotografiar el instante preciso en que él caería...
         Creo que yo también estoy delirando..., me dije, poco antes de que el reloj diera las cinco de la tarde, hora en que el infortunado hombre había prefijado para su inverosímil hazaña. Obviamente habían llegado varios medios de comunicación con cámaras y la policía, quienes, con un altoparlante y la brigada especial para esos casos, intentaban convencerlo para que no lo hiciera. Pues, a pesar de todos, ya el hombre estaba allí, parado en su balcón y sonriente... Multitud de gentes se habían reunido en la calle. Yo veía algunos conocidos. Cerca de la esquina estaba don Ceferino. Más atrás estaban las viejas, vecinas mías y otros más que había visto en las inmediaciones. Cuando lo vi que comenzaba a moverse, me acomodé. Sí, no les voy a negar que estaba nervioso, quizá más que él. El corazón parecía salírseme por la boca y me corría electricidad por el cuerpo. Pero la práctica de mi profesión me había enseñado a obtener fotos, aun bajo condiciones emocionales desfavorables. Tal vez se preguntarán por qué estaba yo tan nervioso, siendo que si bien podía ser testigo de un suicidio, el hombre me  era por completo extraño. A la vez, y esto me da cierto prurito confesarlo, había algo que de pronto me había comenzado a acercar a él, una sensación, un sentimiento que hasta hoy no puedo explicar y que había empezado a asaltarme desde que lo había visto en la mañana. ¿Compasión? ¿Afecto? No lo sé. Tal vez admiración por su valor. No, no para suicidarse sino por atreverse a decir lo que él creía y pensaba de las cosas y del mundo, aunque nadie lo entendiera. Porque la supuesta inmortalidad no sería  su único don, según me habían contado,  puesto que hablaba de todas las cosas desde un concepto diferente que la gente no entendía. En ese entonces, yo que me sentía un fracasado, no era capaz de enfrentarme a mí mismo para decirme siquiera la verdad en muchos aspectos de mi vida de aquellos años. Aspectos que no detallaré porque forman parte de mi privacidad. Así como tampoco me encontraba de acuerdo en cómo funcionaba todo en esta sociedad, pero jamás me había animado a cuestionarlo. Tal vez, seguía como una oveja, acatando para no perder mi empleo, siendo poco coherente con mis principios y mis deseos. Y ahí estaba, ese desconocido, que aunque a la vista de todos no podría atribuírsele gran cordura  por su actuar,  parecía ser fiel a lo que él creía. Admito que me había dado vuelta la cabeza el incidente, y debo decir, casi como un testimonio, que  sé que algo sucedió en mi vida desde aquel momento. No puedo asegurar qué con exactitud. Pero  todo se me trastocó y desde aquel día ya no soy el mismo. Conservo las fotos, ya un poco amarillentas por el paso del tiempo,  que tomé en los escasos minutos que duró el suceso,  junto al recorte de la noticia en el diario que dice:  Ayer por la tarde, multitud de  vecinos del barrio de Caballito fueron testigos de un hecho increíble. Un hombre se tiró desde el balcón de un décimo piso, al parecer intentando suicidarse, en la intersección de las calles Sampedrito y Cuba, de dicha localidad capitalina. Médicos forenses y otros profesionales idóneos han realizado numerosos   estudios al sujeto, protagonista del hecho,  coincidiendo todos que el hombre ha sufrido tan sólo lesiones leves. Los expertos no se explican cómo ha  sobrevivido a la caída. Científicos de distintas áreas y zonas del país  habrán de estudiar el caso ya que no existe una explicación, desde la ciencia, para este hecho. “Clarín”, 28 de Octubre de 1985.

         En estas fotos se puede ver su rostro. ¿Ven? Su mirada parecía estar en calma al momento de lanzarse. Increíble, ¿no es cierto?  Aquí hay otras, donde se levanta después del caer estrepitoso sobre el asfalto. Se le ven apenas unos raspones en la cara. Según me contaron después, los cortes en el rostro y los brazos duraron tan sólo unos minutos. Ante los ojos de todos los presentes se le iban cerrando. Y estas  otras,  juro que no se las he mostrado a nadie porque develaría su secreto. Son varias que he tomado mientras iba cayendo, atravesando el vacío. Es que en ellas puede verse, casi como una sombra pálida, el recorte de unas alas...

Del libro Cuentos para despabilar el Alma