viernes, 14 de octubre de 2016

La Enamorada del Balcón (rescatado de un antiguo blog)


Estos cuentos fueron rescatados de un antiguo Blog mio, ya abandonado, Cuentos en sincronía,  en donde publicaba con el seudónimo de Ariadna Baez. Aquí va el primero...

La Enamorada del Balcón

 «El hombre en su esencia no debe ser esclavo,  
ni de si mismo ni de los otros, sino un amante.
Su único fin está en el amor.»
Rabindranath Tagore

 

En mis sueños, vivo enredada en los hombros de mi amado, en un abrazo interminable. Perduro pegada como una sombra a su piel fría, de mármol, que entibio con pasión.
Él, que todo lo ve a través de mis ojos, respira también por mis poros. Somos como el cauce y el agua del río, él me sostiene yo lo alimento. A simple vista parecemos uno solo, verde, esponjoso, de ramas entretejidas en formas arquitectónicas y redondeadas en las que las manos del hombre poco tienen que ver. A simple vista, no se distingue dónde termina su cuerpo y dónde comienza el mío.
Mi balcón y yo conservamos una historia. En nuestra intimidad llevamos un secreto y fuimos testigos, sin querer, de las veladas de aquellos amantes prohibidos. La mayoría supone que aquella noche, la del juramento de amor eterno, fue la última. Se equivocan. Hasta hay quienes sospechan que todo sea irreal y que la historia sólo pertenezca a la prolífica imaginación de un notable hombre de letras. Nosotros conocemos la verdad.
Enamorada del muro me dicen. Me confunden con mi prima segunda, la hiedra, pero yo no soy de aquí. Quiero decir, mi origen está en otro lugar, otro universo. ¿Que cómo llegué aquí? Eso es parte de mi secreto, tal vez algún día, si tengo ganas les contaré.
Me causa gracia la manera en que el humano me definiría si supiera que vengo de otra parte.
Es que ellos creen que todos llegamos en naves voladoras. Si tan sólo supieran que ninguna especie animal pertenece a este planeta...
Pero, claro, cómo podrían averiguarlo, si no entienden su lenguaje. Ellos, los enamorados que poblaron mi balcón, tampoco eran de aquí.
Cada otoño mis hojas se desvanecen, se esfuman llevándose algo de mí, pero no mis siglos ni la memoria que no me falla, e intacta evoca, cada tanto, aquellos besos furtivos que ensayo con mi amado, en sueños.
Un anhelo enciende mi corazón cada amanecer y mi savia vibra desde hace tanto. Aunque el pueblo y la gente ya no sea la misma, ni siquiera mi voz y esta manera moderna de hablar que he adquirido a través de los años.
Aún tengo presente su expresión en aquella madrugada lejana. Cuando lo ví llegar, tímido y vacilante, un trueno sacudió los cimientos y entonces supuse que nada sería lo mismo en esta casa. La sensación se acrecentó cuando los observé juntos por primera vez y una música funesta, aletargada como un quejido, se oyó a lo lejos. Cuando se encontraban, nada podía perturbarlos y en menos de un segundo el resto del mundo era el reflejo de un suspiro.
Él, rubio, enjuto y delgado, de mirada ardiente, brillaba como un adonis sobre su montura.  Refulgente como el sol que enmudece los ojos, asi era mi muchacho. Muchos fuimos testigos del sentimiento que nació cual brisa pura en la mañana.
Ella, mi pequeña y pálida niña, comenzaba con un modesto temblor, casi imperceptible, al aproximarse el momento del encuentro que se repetía, más a menudo de lo que todos saben. Lo disimulaba mientras mordía, casi con desdén, un bucle rojo. Ese delicado bucle que rebelde, se deslizaba y caía sobre una de sus mejillas rosadas,  encendidas como nunca, efecto que se desvanecía con el correr de las horas, tras la ausencia.
A pesar de la felicidad de los amantes, mis días se iban opacando, nublados por un presagio oscuro, casi profético, que se me había ido instaurando de a poco, como una astilla clavándose más profundo por adentro.
En estos días, ni siquiera los gondoleros han conservado ese espíritu. Ahora trabajan para los visitantes. Antes su canto era un arte, como el pájaro que celebra las horas del día. Nada es lo mismo, ni el río, ni la gente, ni el pueblo que ahora lo llaman ciudad. Venecia también se ha poblado de extrañas figuras que inundan las calles, ávidos de no sé qué.
Aquí, en mi Verona natal, muy pocos son los que llegan y perciben la magia del lugar. La remanencia de aquellas presencias, está en el aire todavía y se les mete en la sangre por un rato y los hace estremecer. Enternecidos se abrazan y besan tomados de la mano sobre el empedrado. Y aquí en mi balcón, para la foto. Yo los envuelvo con mis suspiros. Para que ese amor sea eterno. Siempre y cuando lo que los motive sea genuino. Y esto último valga un acento. De otra manera, un leve escozor los rozará y pasarán de largo, y tarde o temprano sus historias tendrán diferentes rumbos.
Más de uno llega distraído pero enseguida percibe el entorno. Un golpe seco y la caricia del aire que los deja perturbados. Se les nota en los ojos ese brillo especial. Es una especie de código que sólo pueden descifrar quienes son capaces de vulnerarse al amor.
Sino lo conoces, nunca te enterarás de que existe y no comprenderás de qué se trata.
Como si yo me pusiese a disertar sobre la montaña y sus nieves sempiternas. ¿Qué puedo saber yo de eso, que no he salido de al lado de mi amado? Aunque, algo sé, gracias a la lluvia, que es curiosa, se mete por todos lados, luego viene y me cuenta. Entre nosotros, ella fue la que me ayudó a que esta historia fuera escrita y no se perdiera. La que inspiró al poeta en sus noches de insomnio, golpeando cansina y rítmicamente contra los muros de su alcoba.
Todo sucedió así, tan real, tan efímero. Por supuesto, sus nombres no fueron aquellos con los que se hizo famosa la tragedia de Romeo y Julieta. Ni tampoco trascendieron otros detalles como el hecho de que ellos podían entender el lenguaje de las golondrinas.
Es que el escritor obvió un fragmento de la verdad, por dos motivos, a mi entender bastante comprensibles: uno, porque lo atribuyó a su veleidosa fantasía. El otro, por un temor acérrimo a que lo tomaran por lunático.
Los días previos al desenlace transcurrieron raudos, como el instante mismo antes de la muerte. Aunque sea una palabra que no me gusta, debo usarla. Mi amado dice que exagero, pero no sé qué es la muerte. Renacer es el único sentido que encuentro a esta existencia.
He perecido sí, ante el flagelo del tiempo. Pero siempre un retoño ínfimo, minúsculo, escondido entre las sombras de las vísceras de mi muro, vuelve con toda la fuerza, dando cuenta del misterio de la vida. Un misterio que el humano todavía no ha sido capaz de develar. Por eso nunca me he ido del todo, como ellos...
Por estos días tenemos un viejo cuidador, un poco cascarrabias el hombre, cuyo único entretenimiento consiste en recortarme con una tijera gigante y luego acomodar mis hojas.
El viejo jardinero no entiende de mi amor, y se empeña en dejarme prolija en los bordes, para que los extraños se lleven una bonita impresión del balcón de los enamorados, dice. Mientras yo me estiro y me esfuerzo para llegar a abrazar a mi balcón.
La leyenda, si es que puede llamarse así, ha trascendido las fronteras de mi tierra, lo sé. Los detalles que aquí develo son inéditos, los he guardado para mí, hasta hoy, pero considero que ya es tiempo.
Ellos están aquí.
Sé que nadie puede verlos más que yo. Bueno, mi amado y yo. Y el pordiosero que se sienta a los pies de la estatua, el pobre tampoco es de acá. El también los ve. Nadie le cree porque hace años lo dieron por loco.
Ella, mi niña, me despierta cada mañana con su risa etérea. Acaricia mis hojas y me observa. Cuando él llega, radiante como un ángel, la toma de la mano y se van flotando en el viento. No se alejan demasiado. Llegan hasta alguna nube y pasean sobre el río, en nube.
Los besos que se dan, caen como gotas de rocío, diminutas, incesantes sobre los recién llegados.
Son esos besos los que perduran, eternamente, en los enamorados.



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