¡Qué camino el mío, sin embargo! ¡Cuánta
estupidez, cuánto vicio, cuántos errores, disgustos,
dolores y desilusiones he tenido que
soportar sólo para volver a ser un niño
y poder empezar de nuevo!
Siddharta - Herman Hesse
Por aquel
entonces recién me había mudado a Caballito. Vivía en un pequeño departamento,
con un antiguo balcón francés que daba
la calle. Siempre viví en casa de departamentos, en lo posible alto y que
tuviera una vista que me pudiera permitir llevar a cabo la parte que más me
gusta de mi profesión. Hace años que me dedico a la fotografía, y en aquel momento
trabajaba para una empresa de fiestas y eventos. Pero, por supuesto, como
cualquier fotógrafo que se precie, me fascina captar los sucesos y cosas que
casi nadie puede ver; lo insólito de la gente y lo que dura tan sólo los
segundos que puede llevar apretar un disparador. Mi nombre es Richard, aunque eso poco
importa. Quien se entere de estos hechos que voy a narrar, pensará tal
vez, aunque no lo diga, que mi delirio
ha tomado oscuras dimensiones, pero lo cierto es que puedo probar todo lo que
digo y a cualquiera que piense que estoy loco lo invito a que vea las fotos que
aún conservo en mi poder.
Como decía antes, fue en 1985
cuando me mudé a aquel barrio. No soy de comunicarme demasiado con la gente,
más bien quienes me conocen me tildan de solitario. Por esa época lo era aún
más. A los pocos días de estar en ese antiguo edificio me enteré de la
existencia de un hombre del que todo el mundo hablaba. En el ascensor cuando
bajaba, ya al día siguiente de haberme mudado, oí los primeros comentarios de
dos vecinas, chancletudas, de ojos saltones, pañuelo colorido y ruleros, que
parecían hermanas. Chusmerío barato, pensé. Grande fue mi sorpresa
cuando el mismísimo portero, quien podía ser parco pero tenía un mote de serio,
me hizo el comentario. -¿Se enteró lo del hombre de décimo A del edificio de
la esquina?
-No... -contesté yo sin darle tanta importancia, pero mirándolo a la cara y con
expresión de interés, para no ser descortés.
Y ahí mismo, y
contra mi voluntad pasó a contarme un relato, que por supuesto yo no creí una
sola palabra, pero no puedo negar que desde ese preciso instante el bicho inquieto de la curiosidad comenzó a
crecer dentro de mí.
Al parecer
este buen señor, del que todos hablaban,
decía haber descubierto cómo ser inmortal, y aducía no tener
inconveniente alguno en enseñarle, a quien lo deseara y estuviera dispuesto,
cómo lograr semejante capacidad. Según los dichos del portero, se trataba de un
hombre que aparentaba tener unos cuarenta años, y digo aparentaba porque los que
afirmaban conocerlo decían que tenía más de sesenta. El no era de contar su edad.
Era un tipo extraño, no se metía con la gente, ni hablaba de cosas
vanas, sino que se permitía conversar con cualquiera que él considerara, según
datos que reuní posteriormente. Pero lo más escabroso del tema sería que al día
siguiente iba a demostrarle a todo quien se atreviera a ser testigo que lo que
él decía no se trataba de puras invenciones, sino que era tan real como el aire
que respiramos. Su método, tal vez poco ortodoxo, consistiría en tirarse desde
el balcón de su casa a la vereda, asegurando que no recibiría más que algunos magullones. Al
escuchar semejante barbaridad me reí. A Don Ceferino, nuestro encargado, no le causó
mucha gracia. Le dije que me parecía una locura y que tal vez se trataría de
algún desquiciado de esos que no faltan nunca... Él me hizo un gesto y se
encogió de hombros. Me pareció extraño que este hombre diera tanto crédito a
tan fantasiosa historia. No lo voy a negar, pero dudé también de su
estado mental. Recuerdo que, mientras subía por el ascensor, no dejé de
apenarme por la gente en general. Parecía que la magnitud de la crisis los iba
llevando a todos a tristes estados de
fabulación crónica. Ese día subí a mi
departamento y el tema duró en mi mente
hasta que traspuse la puerta de entrada de la sala. Juro que esa noche no
pensé siquiera una vez en el asunto ni en
el hombre. A la mañana siguiente, el día en que sucedería el publicitado
suicidio, salí corriendo de casa porque estaba retrasado. Hasta hoy tengo el
recuerdo de la sonrisa del tipo, que en mi apuro, me llevé por delante. Era un
hombre alto, de aspecto nórdico. Me miró
con sus ojos profundos y me sonrió, sin dar importancia a mi arrebato. Seguí
caminando, sin darme vuelta, pero enseguida supe que se trataba de él. No me
pregunten cómo. También tuve la sensación de que, en lo que duró el suceso, algo me estaba
diciendo y no con los labios. Pero no estoy seguro... Yo no soy de creer en
nada que no vea. Y por eso esa tarde me aposté diez minutos antes de las cinco,
prismáticos en mano, en mi balcón para observar. Preparé mi teleobjetivo, y la
cámara que usaba en aquellos tiempos. Cada tanto pensaba que me había atacado
la morbosidad, ya que observar a alguien que iría a arrollarse contra la acera
no era de mentes sanas. ¿Pero, y si era verdad? Si no me hubiera cruzado esa
mañana misma con él, tal vez jamás habría estado allí, sentado y
esperando con mi cámara. Un desconocido impulso se había adueñado de mí y
deseaba fotografiar el instante preciso en que él caería...
Creo que
yo también estoy delirando..., me dije, poco antes de que el
reloj diera las cinco de la tarde, hora en que el infortunado hombre había
prefijado para su inverosímil hazaña. Obviamente habían llegado varios medios de comunicación con cámaras y la
policía, quienes, con un altoparlante y la brigada especial para esos casos,
intentaban convencerlo para que no lo hiciera. Pues, a pesar de todos, ya el
hombre estaba allí, parado en su balcón y sonriente... Multitud de gentes se
habían reunido en la calle. Yo veía algunos conocidos. Cerca de la esquina
estaba don Ceferino. Más atrás estaban las viejas, vecinas mías y otros más que
había visto en las inmediaciones. Cuando lo vi que comenzaba a moverse, me acomodé.
Sí, no les voy a negar que estaba nervioso, quizá más que él. El corazón
parecía salírseme por la boca y me corría electricidad por el cuerpo. Pero la
práctica de mi profesión me había enseñado a obtener fotos, aun bajo
condiciones emocionales desfavorables. Tal vez se preguntarán por qué estaba yo
tan nervioso, siendo que si bien podía ser testigo de un suicidio, el hombre
me era por completo extraño. A la vez, y esto me da cierto prurito confesarlo, había
algo que de pronto me había comenzado a acercar a él, una sensación, un
sentimiento que hasta hoy no puedo explicar y que había empezado a asaltarme
desde que lo había visto en la mañana. ¿Compasión? ¿Afecto? No lo sé. Tal vez
admiración por su valor. No, no para suicidarse sino por atreverse a decir lo
que él creía y pensaba de las cosas y del mundo, aunque nadie lo entendiera.
Porque la supuesta inmortalidad no sería
su único don, según me habían contado,
puesto que hablaba de todas las cosas desde un concepto diferente que la
gente no entendía. En ese entonces, yo que me sentía un fracasado, no era capaz
de enfrentarme a mí mismo para decirme siquiera la verdad en muchos aspectos de
mi vida de aquellos años. Aspectos que no detallaré porque forman parte de mi
privacidad. Así como tampoco me encontraba de acuerdo en cómo funcionaba todo
en esta sociedad, pero jamás me había animado a cuestionarlo. Tal vez, seguía
como una oveja, acatando para no perder mi empleo, siendo poco coherente con
mis principios y mis deseos. Y ahí estaba, ese desconocido, que aunque a
la vista de todos no podría atribuírsele gran cordura por su actuar, parecía ser fiel a lo que él creía. Admito
que me había dado vuelta la cabeza el incidente, y debo decir, casi como un
testimonio, que sé que algo sucedió en
mi vida desde aquel momento. No puedo asegurar qué con exactitud. Pero todo se me trastocó y desde aquel día ya no
soy el mismo. Conservo las fotos, ya un poco amarillentas por el paso del
tiempo, que tomé en los escasos minutos
que duró el suceso, junto al recorte de
la noticia en el diario que dice: Ayer
por la tarde, multitud de vecinos del
barrio de Caballito fueron testigos de un hecho increíble. Un hombre se tiró
desde el balcón de un décimo piso, al parecer intentando suicidarse, en la
intersección de las calles Sampedrito y Cuba, de
dicha localidad capitalina. Médicos forenses y otros profesionales idóneos han
realizado numerosos estudios al sujeto,
protagonista del hecho, coincidiendo
todos que el hombre ha sufrido tan sólo lesiones leves. Los expertos no se
explican cómo ha sobrevivido a la caída.
Científicos de distintas áreas y zonas del país
habrán de estudiar el caso ya que no existe una explicación, desde la
ciencia, para este hecho. “Clarín”, 28 de Octubre de 1985.
En estas
fotos se puede ver su rostro. ¿Ven? Su mirada parecía estar en calma al momento
de lanzarse. Increíble, ¿no es cierto?
Aquí hay otras, donde se levanta después del caer estrepitoso sobre el
asfalto. Se le ven apenas unos raspones en la cara. Según me contaron después,
los cortes en el rostro y los brazos duraron tan sólo unos minutos. Ante los
ojos de todos los presentes se le iban cerrando. Y estas otras,
juro que no se las he mostrado a nadie porque develaría su secreto. Son
varias que he tomado mientras iba cayendo, atravesando el vacío. Es que en
ellas puede verse, casi como una sombra pálida, el recorte de unas alas...
Del libro Cuentos para despabilar el Alma