viernes, 14 de octubre de 2016

El Vestido de la Abuela (otro de los Cuentos rescatados del antiguo Blog mío)

Otro de los cuentos rescatados del arcón de mi antiguo Blog.Y va el segundo. Es un poco más largo, espero no aburrirlos... 

El vestido de la abuela


"Haz lo necesario para lograr tu más ardiente deseo, y acabarás lográndolo".
Ludwig van Beethoven

Medianoche. El reloj de pared del comedor acaba de dar la última campanada. Herminia Maria de los Angeles Rincón, la última soltera y a escondidas de sus primas, ha venido a la casa de la abuela a probarse, por tercera vez, ese raro vestido de antaño. Parada frente al espejo como la estatua de la libertad, con sus ojos bañados de asombro observa lo que la imagen le devuelve. La lumbre de las velas titilan  al costado de su cabeza. El viejo candelabro, que alza en su mano derecha es la única luz que ha quedado en la casa desde que fue cortado el servicio, poco después que abuela Clotilde dejó este mundo. Una nariz ganchuda y prominente, se rinde ante el espejo. Pero con ese vestido morado sus males parecen doblegarse, como si un exorcismo mudo, pacífico, los espantara. Pestañea un poco y sigue mirando. Los rostros acuosos diluyen sus bordes. Luego como una lente haciendo foco recuperan sus formas. Se alternan, se interponen, se deforman. Una cara tras otra y, cada tanto, es ella y es el vestido.
-¿Qué es éeesto? se pregunta y el corazón a punto de estallarle.
– Tendré que ver que las Flores de Bach no estén vencidas ¿O me estaré volviendo loca?
Ese juego que se habían propuesto más de una vez con Nilda, que no cree en esas cosas pero le gusta probar, por curiosidad. Lo leyeron en el libro del psiquiatra, Weiss, pero nunca les dió resultado.Se dice que si dos se miran a los ojos, bajo una luz tenue, se pueden ver caras de vidas pasadas. Nada de eso ahora. Respira hondo y comienza a tranquilizarse. Un aliento sutil, casi un roce de alivio la recorre y sigue respirando pausado. Otra vez está allí. Más clara. Más que nunca. Desde que se lo puso por primera vez, el día que vinieron las tres a llevarse todo de la casa de la difunta, la vida monótona y tibia se zambulló en la debacle,  como si un duende se estuviera divirtiendo con su destino.  La primera vez no dijo nada. Nadie se dió cuenta. La segunda, fue más notorio pero ninguna se animó a comentar palabra.
– Esta vez, mejor que me apure un poco – dice.
Se arregla el cabello. Guarda algunas chucherías más en el bolso y apaga las velas una a una. El aire huele a incienso en lugar de vela quemada. Se detiene antes de salir y arroja un beso a la nada. Sólo entonces atraviesa la puerta de calle y se va de la casa con el vestido puesto.
-¡Es organza! –  dijo Emilia, la prima mayor el día que lo sacaron del ropero.
-¿Estás segura? preguntó Herminia acariciándose la barbilla con la tela.
– Sí, fijáte, y esto acá se llama drapeado…
– ¡Mirá vos!
– Si habré hecho vestidos en mi vida. ¿Tenés idea cuántos?
– Ni idea…
– Yo tampoco, pero un montón seguro. De novia, madrinas, de quince, que ahora se usan mucho con estas telas antiguas- continuaba Emilia hinchada y soberana en su mundo de la costura, que era de lo que más sabía en la vida.
– ¡Es precioso! Y este color, tan… tan…  ¡provocativo! –  intervino Nilda, la más joven de todas y continuó – ¡No me imaginaba a la abuela usando este tipo de vestidos!-  e hizo un gesto de contoneo con el torso como felino en celo, guiñándole un ojo a Herminia.  Nilda no se parecía en nada a la prima mayor. Más bien, eran extremos opuestos. Pero de lo mismo, como el odio y el amor.
Herminia la miró con esa mueca extravagante, llovida, de comisuras estiradas, donde naso y entrecejo, confundidos, definían una sucesión de montañitas abúlicas y largó una risita tonta, pero Emilia, como de costumbre, saltó como leche hervida.
– ¡Ahí está, otra vez la degenerada!  ¡No te curás más vos, siempre con la croqueta podrida!- y arrancó con el tic del párpado izquierdo que le venía cuando sacaba chispas de enojo.

– ¿Qué dije ahora, qué tiene de malo, ché? – Todas somos de carne y hueso ¿O no? buscando la complicidad de Herminia.  -Acaso pensás que la abuela nunca…-
– Más respeto con la abuela, chee… ¡Que en paz descanse!- dijo santiguándose.
– ¡Uy, yo no sé, pero a veces pareciera que ésta tuvo los cuatro pibes de un repollo! esgrimió Nilda.
– ¡Claro habló la liberada! Taanto diván te está arrrruinando el poco seso que te queda detrás de esa  melenenita colorada- replicó Emilia, al rojo vivo y con el tic a toda velocidad.
Nilda, jugando a la gran Marilyn pelirroja, ya empezaba a acusar la comezón del séptimo año, que, si bien tampoco le daba crédito a la creencia popular, algo le picaba. Un día el profesor de Latin Dance, otro el chico del Videoclub y siempre un alma generosa para aventar su consuelo. Ahogado en la vorágine de papeles de su oficina de seguros, su marido era un típico «workholic», textuales palabras del terapeuta de Nilda, que por cierto, siempre eran sagradas.
Y así comenzaban las peleas con uñas, dientes y trapitos al sol. Riñas breves, pero contundentes de esas que afloran del rencor o del aburrimiento. Festines del cual Herminia, a quien de chiquitita apodaban la Ñata, se mantenía al margen. Se las bancaba porque eran sus primas, porque las quiso siempre. La Ñata, que recién había atravesado la barrera de los cuarenta (edad en que según Dorotea, su amiga tarotista, una entraba en algún tipo de crisis por culpa de Urano), no era amiga de esos conventillos. Frente a esas situaciones quedaba más muda que una tapia como si la sangre no le corriera por dentro, hasta que la batalla final barría los últimos despojos y todo volvía a la normalidad.
Esa tarde, mientras el ruido de voces de fondo se acrecentaba, la Ñata comenzó a desvestirse y, tranquila, descolgó la prenda de la percha. Bajó poco a poco el cierre, que estaba duro por la falta de uso y se fue metiendo. Puso un bretel, el otro y la noche se le abrió adentro. Un calorcito, casi cosquilleo, acarició la base  de su columna vertebral. En «in crescendo» ascendió a lo largo de la espalda como una ola tibia, estrellándose contra la nuca. Voces ululantes con un llamado arcaico, casi tribal invadieron sus sentidos, enredadas con las otras, las del pasmoso sonido de la disputa. El vendaval se desplazó feroz por todo el cuerpo y, antes de extinguirse,  salió disparado por la garganta:
– ¡Pero bastaaaaaaaaaaa! ¡Hasta cuáaaando van a seguir con estas pendejadas ustedes! ¡Es que no van a crecer nun..!- y se tapó la boca, sorprendida por sus propias palabras.
En el silencio tórrido, gelatinoso que inundó la tarde de verano, como la pausa de un videoclip, las tres estatuas de hielo comenzaron a derretirse. Al cabo de unos segundos Nilda comenzó con los aplausitos. – Bieenn, bravoo. ¡Es la primera vez en la vida que te veo reaccionar así! Siempre creí que no corría sangre por tus venas primitaaaa- y seguía aplaudiendo. La otra desenfundó la trompa hasta tocar el piso, se cruzó de brazos e hizo mutis, es decir salió de la habitación como un meteorito inflamado, atravesando la atmósfera. Jamás habían presenciado algo tan visceral de esa boca. Esa noche en su cama, hipnotizada con el ventilador de techo, Herminia vislumbraba  un dulzor súbito, desconocido que no le era ajeno.
-¿Y?- preguntó Dorotea ventilando los ojitos de almendra, con sus pestañas alquitranadas, corvadas a la fuerza por el rimmel.
– ¿Y qué? Mmmm, ¿no están un poco húmedas estas galletitas?
– Son así, son de algarroba. Pero, dejá de masticar y contestáme Hermi. ¿Nada más?
–  Crunch, crunch, ¿Qué más querés que te cuente? No están mal…
– Pero contáame, qué pasó, qué hiciste, algo debes haber hecho.
– Nada, te digo que me lo puse y listo. Ahí nomás aparecí en ese lugar.
– Si ya sé el salón enorme, bailaban algo parecido a un minué, pero vos¿ dónde estabas?
– En un rincón, como si observara todo de afuera, era yo pero no era yo…
-¿Cómo?
– Me sentía rara. Bajé la vista y vi la falda gigantesca  y unas manos  blanquísimas y dedos frágiles. No se parecían en nada a estos – continuó Herminia mirándose las manos. – Ahh y tenía un abanico. ¿Viste  esos que se ven en las vitrinas de los  museos?
– ¡Impresionante! Seguí, seguí… la incitaba Dorotea, chupando el mate con ganas.
– Todos venían a mí, a saludarme, como si fuera alguien importante.  Y estaba un poco más alta que el resto. Cuando llegaban se inclinaban en una reverencia,  con esas pelucas blancas de las películas. ¡Taaan ridículas, qué gracioso! – Herminia se tentó y no podía parar de reirse.
– ¡Daale che! ¡Yo que estudié de todo, control mental, meditación, que se yo ya ni me acuerdo. Fui a cuanto seminario pude las veces que vino Brian Weiss y nada ¡Toda mi vida quise tener una experiencia así! Y vos, con esa cara de yo no fui me venís a contar que te ponés un vestido de  la finada y tenés una regresión espontánea...
– ¿Vos creés? Te juro que no pensé en nada. La verdad, te digo, que es muy raro todo. Nilda se lo probó y le bailaba, por lo flaquita. A Emilia no le subió el cierre y parecía un embutido.
– ¿No notaste nada raro? preguntó Dorotea más inquisitiva.
– Te digo que no,  a ellas no les pasó nada.  De lo mío ni les comenté, porque sabés como son…
– ¡Si lo sabré! Te dije mil veces que te juntes menos con esas dos, te cortan todo…
– Mirá Doro, según la metafísica nada te corta nada si vos no le das lugar a que te lo corten con el pensamiento-  manifestó la Ñata haciendo gala de una gran convicción y hasta le había cambiado la voz.
– ¡Epa, epa! Mírenme a la señorita que ahora me contradice y todo. Sí que estás rara vos cheee. ¿Eh? Pero la verdad me gusta, me gusta…
– Sí ¿sí? – contestó Herminia bajito, soportando esa dualidad de bolsa de gatos  o mostruo de dos cabezas, que la zamarreaba de un lado a otro esos últimos días.
– ¿Querés que hagamos una tiradita a ver qué pasa? preguntó Dorotea acariciando las cartas de tarot.
– Mnnn no sé… ¿Vos creés?
Dorotea mezclaba y mezclaba el mazo, con los ojos cerrados. Unas palabras ininteligibles fluian de su boca. Al cabo de la plegaria ordenó secamente:
– Descruzá las piernas y cortá.
– Ahhh, bueno, bueno..-  pegó un suspiró después de la primera carta y, apoltronando sus carnes en el asiento, comenzó a colocar una tras otras las imágenes que caían como estampas sobre la mesa.
– ¿Qué? ¿Qué pasa? Me ponés nerviosa, no empecés con los misterios gorda.
– ¿Qué querés que te diga? Esto está muy…
– ¿«Muy» qué, Dori? Daalee que me empiezo a comer las uñas y no quiero, vos sabés lo que me costó dejar de com…
– ¡Shh! Pará un poco que no me puedo concentrar.
La Ñata se quedó tildada por una fracción de segundos y se mimetizó con la pared, blanca.
– No, no es que te vas a morir, Ñati, quedáte tranquila. La carta de la Muerte aparece cuando hay un cambio profundo en la vida de una persona o cosas así.¿Entendés?
– Acá estás vos… ¡Upa, salió la Emperatriz! Mejor dicho, hacia donde vas. A ver, a ver, qué más tenemos. Un hombre, sí. ¡Síííí! ¡Viene un hombre!
– ¿Un hombre?- Herminia con los ojos atravesados.
– Sí nena, y por lo que veo… Mnn, dejáme sacar otra.
– ¡Este tipo tiene todo lo que tiene que tener, mi querida!
– ¿Qué querés decir?
– Nena, sos medio lenta . ¡Un hombreee con todas la leeetras! ¿Entendés?       – ¡No como toda esa sarta de nabos que conociste hasta ahora ¡Perdoná mi franqueza!. No me mirés con esa cara de carnero degollado…
Después de un silencio aclaró – Te digo que más de una se va a retorcer de envidia. Sí, acá salen dos minas. Jodidas las dos, que te van a tirar muy mala onda. Ya sé que vos no crees en la mala onda, pero no les va gustar nada te digo. A ver, a ver- sacando más cartas.
-¡Son dos yeguas éstas, eh! Vos sabés que yo no me puedo callar.  Te vas a tener que cuidar de estas dos. Mucha protección, chiquita, mucha.
– ¿Para taanto? Me dá miedo todo esto. Yo que estaba tan tranquila en mi vida…
– Creo que no entendiste nada, ¡Ñatín, reaccioná mamita, reaccionáaa! Te va a cambiar la vida, te va a cambiar la vida – repetía Dorotea tan exaltada que se salía de la vaina. Después prosiguió con las indicaciones del caso.
– Ahora, te voy a preparar un  frasco de flores nuevas y te voy a decir lo que vas a tener que hacer todas las noches antes de irte a dormir…-
La tarde del sábado expiró lenta. Un aire nuevo había embriagado el departamento. Salieron a tomar fresco, un paseo por la placita de Serrano aquietó un poco los ánimos. Esa noche, se quedaron en el balcón hasta tarde, escuchando música, hasta que las venció el sueño.  Antes  de ir a dormir, Dorotea le hizo el último comentario.
-Nena, estáte atenta, porque vas a soñar con él. No me mirés así. Y en el sueño vas a tener una señal…
-Pará un poco, gordi, mañana seguimos… ¿cómo una señal, qué señal? preguntó la Ñata abrazando la almohada con los párpados que se le iban al subsuelo.
– No sé, esas cosas que a mí me llegan de repente, te lo tenía que decir.
– No te entiendo…- apenas murmuró la ñata.
– Dormí, dormí…

El timbre espantó el sopor de la mediatarde.
-Señorita, señorita- se oyó la voz masculina irrumpiendo en el Estudio, mientras Herminia ordenaba los biblioratos en el estante. Se dió vuelta y lo vió. Canoso, de ademán pulido, solicitó que lo anuncie. Un cosquilleo imperceptible, casi atrevido, la recorrió y comenzó a transpirar. La pila de biblioratos que cargaba terminaron desparramados en la moquette.

– ¿La ayudo? – preguntó por cortesía, al tiempo que levantaba junto a ella los carpetones y papeles.
– No, por favor, no se moleste – repetía Herminia que a esta altura le temblaban hasta las ideas.
-¿Su… gracia? Así lo anuncio.
– Federico, Federico Robertson Diaz. Vengo por una consulta con el Dr. Larrazábal – continuó el señor con la sonrisa puesta en los labios.  Ella, intentó tapar esa torpeza que le avanzaba de adentro como una catarata, como si esos ojos, los de aquel desconocido la hubieran partido en dos, dejando al descubierto un río de vulnerabilidad.
Ese día y los subsiguientes aquellos ojos no la abandonaron. El porte enigmático, atemporal de aquel personaje de barba plateada, lo tenía visto en algún lado. La misma tarde cuando volvía para Palermo en el subte, se acordó del sueño que había tenido hacía unos días, en el que un hombre robusto, de cabellera gris le decía, -"Eres mi bella Herminia, la que siempre soñé, la que siempre esperé..." Pero la cara del sujeto jamás la recordó. A Doretea todavía no le había contado nada.
Emilia fue la primera en llegar esa mañana. Recibió a los de la inmobiliaria, con su habitual humor alimonado y les dió las indicaciones para que pusieran el cartelón en el frente. Al rato Herminia llegó con  un termo  y un paquetito de la panadería en la mano. Detrás Nilda, con la expresión  rígida de una sombra trasnochada.
– Menos mal que ya terminamos con todo esto, esperemos que se venda lo antes posible. La verdad, estoy un poco cansada de andar mudando cosas- se quejó Emilia terminando de juntar en un rincón la basura del piso.
– Vení, negra, largá la escoba y tomáte un cafecito- la invitó Nilda con el vaso humeante de Dolca recién hecho.
– Y vos… ¿no tenés nada para contarnos? se dirigió a la Ñata que estaba en la ventana como ida, con una medialuna en la mano.
– ¿De qué? contestó a desgano la Ñata.
– ¿Cómo te fue con el viejito almidonado?
– Federico, te dije que se llama Federico. – Herminia sin dejar de mirar por la ventana.
– Bueno, como se llame. Ya fue a la casa y todo. La llama todos los días, la lleva al cine, a cenar y ya va como un mes ¿no? pero dice que son amigos nomás já y yo, me chupo el dedo.
– ¡Neena! ¿cóomo lo invitaste a tu casa? – saltó Emilia a lo sargento.
– ¡Uf! No empecés, dejála que cuente, si encima cuesta sacarle una palabra con tirabuzón y vos la reprimís…
– ¡Es que con las cosas que pasan! ¿No ven los noticieros ustedes?  Emilia mordisqueando una tortita negra.
La Ñata no quería largar prenda y las otras dos se empezaban a montar en la curiosidad, creciendo y creciendo sobre Herminia que, a esta altura, se veía cada vez más chiquitita.
– Es que, se me había roto la persiana y… él vino a arreglármela. Eso fue todo.- explicaba la Ñata .- Se dá maña para todo con las manos y se ofreció a hacerme un par de arreglos en casa que…
– Ah ¿Sí? ¿Cómo le dicen? ¿Mac Giver?- irónica, interrumpió Nilda mientras encendía un cigarrillo.
A Emilia  se le escapó una carcajada histérica que hizo eco en el caserón vacío.
– Sí, ¿cómo sabes?- respondió la Ñata dándose vuelta.
Las risas se conviertieron en mohines estértoreos que se fueron disipando hasta el silencio.
El humo se expandía a bocanadas, empañando el aire, alimentado ahora, por los dos escuerzos que empezaban a mirar a Herminia de reojo.
– Y vos, ¿pensás que a esta altura te va a hacer el novio? Yo que vos no me haría tantas ilusiones. Mirá los tipos hoy comen y se van. ¿Se entiende? Aparte, un tipo así, soltero, con buen pasar, seguro no quiere más compromiso – consideraba Nilda con aires de mujer experimentada.
– ¡Te equivocás, él no es de esos. ¡Es distinto! – respondió Herminia, abriendo la ventana con poca parsimonia.
– Sí claro, es el principe azul. Bajá nena, el hombre ideal no existe. ¿O no Emilia?
La prima mayor como perorata de tía de antaño dió incio a  su sermoneo.
– Mirá querida, todo lo que te decimos es por tu bien, para que no sufras, porque hoy día con los hombres no se sabe. ¡Antes todo era tan diferente! Una se ponía de novia y hasta que el tipo te pusiera una mano encima, años, además hasta ahora jamás nos equivocamos cuando te dimos  un consejo… – después de ese remate hizo un impase buscando los ojos de Nilda.
Las dos continuaron pregonando peligros y desafíos que como trampas mortales devorarían a la inocente Herminia antes de que cante un gallo. Sin poder meter siquiera un bocadillo, las dejó hablar hasta que la paciencia se le empezó a escapar por las orejas, los codos, los poros de la frente y por efecto compensatorio del principio de Arquímedes hubo una última gota que exasperó el delicado equilibrio que la mantenía en la silla y se levantó en un disparo.
-¡Me tengo que ir!- cortó drástica el monólogo. Sin más, en una media vuelta, resuelta, enfiló hacia la puerta de calle. Antes de salir las miró y lanzó su última frase a modo de sentencia:
– ¡Ustedes dos, me tienen los ovarios por el piiiisooo! – Y se escuchó el portazo.
– Y a ésta ¿qué le pasa? ¡Jamás la ví así! ¡Qué desagradecida! ¡Una que le habla por su bien!
– Herminia está mal, muy mal, te lo dije, para mí necesita ayuda urgente, ya mismo llamo a mi terapeuta…
En la neblina del cuarto quedó flotando un panadero, unica víctima  atrapada en la creciente nube que, amenazante y silenciosa se cernía bajo el cielorraso.
Herminia caminó abriéndose paso por Santa Fe, con algo de humo en la garganta. Lo que nadie llegó a saber fue que una vez más el vestido de organza le había dado una cita el día anterior. Cita que transcurrió sin pena ni gloria ante el espejo. Aunque más tarde, un gran cansancio la arrastró temprano a la cama. Como una mole se derrumbó en el sueño y la noche se bañó en sudores en medio de una pegajosa ronda de pesadillas. Un rayo de luz distinto había irrumpido por la hendija esa mañana.  Extrañamente la opinión de las primas ya no le importaba.
La certeza, cada vez más cercana, la catarsis llegando a su fin.
Esta noche, Herminia Maria de los Angeles Rincón, la última soltera y a escondidas de sus primas, ha llegado a la casa de la abuela a probarse, por tercera vez, ese raro vestido de antaño. Federico, ansioso, la espera en el auto. Sin disimulo cogotea hacia un lado y hacia el otro, hasta que la vé. Un haz de luna baña el empedrado y dibuja un camino hasta los pies  femeninos que, desnudos, abandonan la casa donde un halo de incienso y un candelabro caído son apenas un vestigio. Como si flotara en el aire, una princesa, Herminia camina sigilosa y se sube al auto. Los labios se rozan, apenas.  El manojo de luna se expande como un portal silencioso y se adueña de la escena. El auto se aleja por la calle empedrada.
En el recodo de una ruta, lejana y sin nombre, el lucero vigila y el alma sueña despierta.

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