domingo, 16 de octubre de 2016

El Gen (del Blog Cuentos en Sincronía)


El gen

De tal palo, tal astilla.
Refrán
La puerta se entreabre, dando paso a un chirrido crepitante. Las paredes del Estudio se estremecen y tiemblan hasta los cimientos. Ernesto Belaustegui, fotógrafo y dueño de la casa está sentado en su escritorio y se despabila ante la figura crepuscular de Doña Ignacia de los Remedios Cárdenas Anzorregui de Belinzona. El silencio espesa una vez más la tarde. Detrás, una sonrisa de Giocconda, la mueca triunfal de Margarita, su hijastra, albergando el dulzor de la victoria.
– Buenas tardes, Ernesto Belaustegui a sus órdenes. ¿Qué se le ofrece? dice el hombre de corrido para cortar la atmósfera.
– ¡No tan buenas, Don Ernesto, no tan buenas! bastoneando con la sombrilla sobre el gris del mosaico.
El tono de la mujer lo sacude.Comienza a sudar. Saca el pañuelo y se lo pasa por la frente. De la mirada de Doña Ignacia algo no le gusta, un destello hiriente que asfixia.
– Mi esposo, el Coronel Belinzona, hace un tiempo me había pedido que le encargara  a usted un trabajo de… – y señala a la jovencita con la cabeza.
– Ah… ¿sí?
– La señora Iribarne, su mejor clienta, me ha mostrado las fotos que usted obtuvo de la familia.
– Si, si, si. Así es.
-¿Usted sábe quién es el Coronel? Bueno, si no lo sabe, se lo recomiendo: Averíguelo. El punto aquí, mi querido, es que él, antes de emprender su  viaje, me pidió le haga sacar a «su niña» unos retratos.
-¿Se acuerda de la niña?- acercándosele a la cara. – Claro, de mí no creo, se acuerde, porque la que acompañó a la señorita fue Miss Patrick, nuestra benemérita institutriz. De cuna irlandesa, además de inglés y español, francés e italiano, maneja el latín como nadie. Piano y artes plásticas. En esos menesteres también adiestra a la joven, como corresponde a una niña de su clase.

– Qué bien. Ahora… estimada señora, ¿no se habrá tomado la molestia de venir hasta aquí  para hablarme de su institutriz? Es que justo hoy tengo bastante trabajo. Otro día, y si quiere, nos sentamos a conversar un rato más. La invito con un copita de jeréz y…
¿Le parece bien? Pero ahora, por favor, vayamos a qué la trae por aquí.
– ¿Me está echando?¡Osa echarme! ¡Además de un… un… ¡libertino! es usted muy… muy… rústico. ¡Claro, como todos los de su calaña! ¡Ay! ¡Padrecito Santo! ¡Sálvame de las garras de este pecador! haciéndose la señal de la cruz.
– No, no, no, para nada, señora, no la echo ni está en mi afán ser descortés. La verdad, no sé a qué se refiere…
– ¡No sé nada! ¡No sé nada! ¡Siempre dicen lo mismo! ¡Ustedes son todos iguales!
– ¿Ustedes? ¿De qué habla señora?
– ¡Los que son como usted, son la maleza que enturbia esta sociedad! ¿Y sábe qué se hace con la maleza? ¡Zac! ¡Hay que arrancarla de cuajo!
Ernesto traga saliva antes de contestar. El sudor cada vez más denso y caliente se le desliza por la espalda. La ha visto de reojo, es la misma. La chiquilla es la misma, aunque aquél día su tez era más rosada. Aquel día, uno de esos días, vino sola. Sola, sin la otra señora, la que la acompañaba cada vez, y que lo miraba de la misma forma que doña Ignacia. Ella, la chica, mencionó que quería algo especial, que sabía lo que hacía. Que ya soy grande y usted no es mi papá. No se las voy a mostrar a nadie, dijo, no se preocupe. Dele, don Ernesto… y le acariciaba la camisa. Bueno, bueno, pero sin fumar, que no queda bonito para una señorita. Que no me trate como una chiquilla, usted no es mi papá, insistía.¿De dónde sacaste esos cigarrillos nena? Los trae papá de Londres ¿quiere uno? Claro que no. Menos mal que no soy tu papá, pensaba. ¿Tiene algo para tomar? Algo fuerte, dijo. ¿Jeréz? Sí, está bien, aunque prefiero el brandy, agregó mientras se sacaba el vestido. Entre los encajes sedosos, que apenas cubrían la humanidad de Margarita, unas piernas jugosas se enlazaban y desenlazaban como serpientes. Medusa que a través de la lente de la cámara fotográfica petrificó a Don Ernesto. Al rato, ella se acercó y le habló al oido. Mencionó algo de  la virginidad…
– ¡Señorita, señorita! ¡Usted no tiene recato! dijo él mientras se dejaba acariciar.
-¿Le parece?


– Oiga. ¿Puede decirme qué es esto? y le arroja el paquete de fotos sobre el escritorio.
– Tome asiento. Señora… Podemos conversar, yooo… yo le explico…
– ¡Qué puede explicar!¿Usted cree que hay algo que explicar? No quiero oir parlamentos inútiles. En todo caso le explicaré yo. Cómo le dije antes, su padre me encargó, «especialmente» el cuidado de la niña. ¿Sabe lo que puede pasar si algo llegara a oídos de él? ¿Sábe? espetándole muy cerca de la cara. Usted … se convertiría, lisa y llanamente, en alimento ¡para perros de campo! Terrible ¿no es cierto? Sí, no me mire así. No crea que lo estoy amenazando, porque lo peor es queee… Y acercándosle al oido susurra: – ¡En estooo, estamos usted y yo juntos!
La mujer se da vuelta y dirigiéndose a la joven ordena – Querida, ¿podrías ir a esperarme al auto un momento? Esplícale a Pedro que ya vamos…
– Pedro es nuestro chofer, que es un poco cascarrabias y ya se debe estar impacientando. A  lo nuestro. Sabe lo que pasa. Entre nos, lo de la chica… es genético – menciona Doña Ignacia con un tono sórdido.
– ¿A qué se refiere?
– Ahora sí, le acepto un jerecito… Tengo la garganta un poco seca.
– Le decía, yo la he criado y ella es para mí como una hija. Casi. El coronel es un hombre muy ocupado. Viaja mucho… por su trabajo. Pero ésta… estaa… criatura, es la luz de sus ojos, dice. La colma de regalos, se desvive, la malcría, ¡Derrocha! En una palabra, es su debilidad. Pobrecita mi niña, suele lamentarse, ha sufrido tantito… ¡Tantito me ha hecho sufrir a mí la malcriada! ¡Así como la vé, con esa carita de porcelana, es la pestee! Traté, siempre, traté de entenderla, porque perder a la madre de tan niña…
– ¿A qué edad quedó huerfanita?
-¡Qué va! Huérfana, lo que se dice huérfana no es. ¡No ha hecho otra cosa que convertir mi vida en un calvario! No conoce el respeto ni la autoridad. Me desafía, y lo peor de todo ¿sabe qué es? El le dá la razón. Por eso, le pido, si quiere que usted y yo continuemos ¡vivos! Por favor, destruya de inmediato esas fotos y no deje ningún rastro. ¡Ni un sólo vestigio!
– ¿Para tanto le parece? pálido y con la voz hecha un hilito.
– No exagero un ápice. – levantando el índice, como una sentencia.
-¿Y la madre?
– La madre… la madre. ¡Esa es la cuestión! Cuestión o herencia ¿me comprende? No, veo que no comprende nada. El asunto es que él se dejó llevar y cayó en la trampa. Pecados de juventud, le dicen. Soltero, con gran fortuna.¡Pero fíjese el destino! ¡Morir en un … un… burdel!
– ¿Morir? ¿Quién?
– Ay, Don Ernesto, en un sentido figurativo. Lo creía más despierto… ¡Con esa cara de bobote que tiene!  No se ofenda, por favor. Si me cae hasta… simpático, diría.
– Le decía, cuando lo conocí, el coronel, que todavía no vestía de coronel, era apenas una sombra de lo que había sido. Sólo, abatido y con una criatura de cinco años. ¡Imagínese! Conmigo su vida retomó un rumbo, el orden que nunca había tenido. Mire, mi madre siempre decía: El hombre siempre necesita una mujer que le maneje la hacienda…
– Claro… asiente Don Ernesto con un tono apesadumbrado.
– ¿Usted?… digo…
– Enviudé hace más de diez años…
– ¡Cuánto lo siento! 
– No se preocupe, ha pasado taanto…
– Una reflexión en voz alta, no tiene importancia. ¡Diga que él tuvo la suerte de conocerme a mí! Y poder salir de ese abismo en el que  estaba inmerso. ¡Quien le dice, a lo mejor usted también le llega una mujer como yo! ¡Nunca hay que perder las esperanzas Don Ernesto! ¡Nunca!
– Si usted lo dice… – esboza bajito el hombre, cruzando los dedos a sus espaldas.
– ¡Que no le toque una como ésta! ¡Cada día se parece más a la madre! Ésa que un día desapareció…
– ¿Cómo que desapareció?
– Y sí, fíjese que nadie supo bien cuál fue el destino de la muchacha, la primera mujer del Coronel. Se esfumó, literalmente. Pobrecito, él nunca una palabra al respecto, pero las cosas se saben.
-¿Y… qué le pasó?
– Se dice que volvió a sus «orígenes». Aunque, hay otra versión, menos piadosa. Resultó ser que en los últimos tiempos, un «supuesto primo lejano», de ella, comenzó a frecuentar la casa. ¡En ausencia del esposo! El resto de la historia, imagínesela.  ¡Sí, era una «casquivana» esa mujer! No hay nada que hacer, eso se lleva en la sangre, fluye en las células, es como el instinto de una bestia salvaje. Por más que uno quiera domesticar al lobo y se esfuerce por convertirlo en un perrito faldero, vanos serán los intentos. ¡Qué va! – doña Ignacia revoleando la sombrilla con vehemencia.
– Señora, si me permite… pronuncia el fotógrafo mirando el reloj con inquietud.
– Aguarde, todavía no terminé. ¡No sea maleducado! En cuanto a la chica es ¡la piel del mismo Judas! Yo le recomendaría, por su propio bien… – con un tono lúgubre y acartonado: -Haga de cuenta que nunca la ha visto. ¡Borre todo registro! ¡Olvídese! Sino, le aseguro, la maldición puede caerle encima… Es que… en ella… habita «el gen».
– ¿El gen? ¿Qué gen? repite Don Ernesto.
– El gen de la inmoralidad, mi querido. Un estigma que se propaga por generaciones, y ensucia. Le aseguro que corroe todo a su alrededor. ¿Usted tiene idea? ¿Sábe lo que he luchado para erradicarlo? Noches y noches, sin dormir, velando por ella. Médicos, enfermeras, institutrices, educación privilegiada, pero nada, ese destello mórbido en la mirada, nunca cedió. ¡Qué va! ¡Empeoró con el correr de los años! – doña Ignacia de reojo con los ojos rabiosos.
– Una mañana, al entrar a su cuarto lo comprendí todo. La ví, sentada en el marco de la ventana, semivestida, en la plenitud de sus quince años, observándome por arriba del hombro. Un halo saturado, fatídico, invadía el cuarto. Desde la mesa de luz, como un calco,  vigilaba el retrato de su madre. Con la misma pose y esa sonrisa burlona e inasequible. He consultado a multitud de profesionales, pero, créame, nadie ha podido ayudarme. Es una marca invisible y absoluta que asola a un porcentaje considerable de la humanidad, y que en un futuro, si nuestros científicos no lo controlan, podría llegar a diezmar a gran parte de la población. ¡Las generaciones futuras se encuentran bajo la sombra de una amenaza!
– Por eso, y para ir redondeando la idea…- La mujerota abre la cartera y saca un fajo de billetes, de espesor considerable. Se lo pone delante. Don Ernesto, más mudo aún y con los ojos desorbitados hace un racconto de sus cincuenta años y llega a inmediata conclusión. No recuerda haber visto antes, tanto dinero junto.
– Tómelo como una contribución a su labor. Mañana, cuando abra los ojos todo esto habrá sido nada más que un sueño… ¡Todo! ¡Absolutamente todo!


Tatita (siguiente cuento de los rescatados del antiguo arcón blog Cuentos en Sincronía)



Tatita

Uno no se conoce a sí mismo hasta que atrapa el reflejo
de otros ojos que no sean humanos.-
Loren Eiseley (antropólogo)
La llegada

El viaje a la Pampa vaya si nos cambió la vida.
Nunca imaginé que la visita a la hacienda de Tia Juana contribuyera aun más al crecimiento de nuestra familia, por entonces ya numerosa. Cuando Tatita llegó a nuestra casa ni siquiera vislumbrábamos lo que se traería bajo el poncho de plumas…
En eso siempre nos distinguimos de nuestros vecinos, que solían mirarnos con un dejo de desconfianza. Además de perro y gato, como Dios manda, en casa contábamos en ese entonces con un lagarto overo, iguana, un jaulón con pájaros de distinta extirpe, tortuga y una cotorra muy mañosa que, por caprichos de Matilde, mi hija menor, andaba paseando sus patitas sobre la alfombra del comedor y empeñada en adueñarse de la sala de estar.
Hasta allí podía ser tolerable.
La complicidad entre Matilde y Belisario, mi esposo, para convertir a nuestra tranquila morada en un refugio para todo tipo de bestia salvaje llegó al colmo cuando a mi niña le atacó el síndrome de Harry Potter. Fue un temor que en mi se suscitó desde ésa vez que vimos la primera de la saga.
Como dicen, todo lo que uno teme termina convirtiendose en realidad.
En aquel verano decidimos pasar unos dias en la Estancia de mi Tia Juana, donde Matilde, Lila, la mayor y Belisario desaparecían, apenas pasado el desayuno. Se lanzaban por el campo en interminables excursiones a pie, o en cabalgatas desmesuradas que me sacaban de quicio. A veces los acompañaba, por un rato. Nunca tuve tanta pasión por la vida natural. Prefería, entonces, quedarme en la hacienda con la tía, que se desvivía por darme las últimas recetas de dulces caseros y postres exóticos con frutos del lugar.
Lila lo había comentado en el auto, de viaje a la Estancia. Casi quedó confirmado el asunto la mañana que, pasando por la habitación donde dormían mis hijas,  escuché, al desliz, una extraña conversación.
– ¿Cómo podés pensar en brujas? Esas son ideas del medioevo nena. La ciencia hoy día está muy lejos de toda esa fruslería.
– ¡Ay! ¡La ciencia, la ciencia! Bastante tengo con la escuela para que me vengas a hablar de ciencia y de… Oíme ¿qué tiene que ver la frutería en todo esto?
– Fruslería, uf… ¡Para qué te voy a explicar!
– Sí mejor, no me expliques. ¡Ya vas a ver cuando la tenga y me convierta en una poderosa hechicera! Buuu… Mmm gato negro ya tengo, sapos tengo, en el jardín…
– Nena, esas películas te están afectando muy mal… exclamó Lila convencida.
A lo que Mati, ni corta ni perezosa respondió – ¿Y a vos? La facu y tu ciencia te están lavando el cerebro…
– Si claaro, porque tener una lechuza es algo muuy normal…
¿Lechuza? Repetí para mis adentros.
– Hola, ¿Interrumpo? dije, ingresando a su cuarto de sopetón.
-Chicas, son las once. ¿Hoy no piensan desayunar?
-Si, ya vaaamos, me contestaron al unísono, todavía con las sábanas hasta el cuello.
Miré el desorden de la habitación y me resigné al pueril desgano que asedia a la juventud de nuestros tiempos.
Tatita llegó esa misma tarde.
Después de un almuerzo frugal un pavoroso cuchicheo se esparció por la casa. Belisario y las chicas iban y venían como fantasmas, hasta que salieron juntos, poco después. Las tres figuras se alejaron a pie por el monte. Literalmente desaparecieron.
Al rato, antes que caiga el sol oí el chirrido de la tranquera. La puerta del comedor se abrió, e instintivamente miré.
Era un bodoque en el que, contenido, asomaban unas plumitas blancuzcas. Distinguí con esfuerzo la cara del bicho.
La actitud sería la misma que tendría por el resto de nuestra convivencia. Escrutándome, con esos ojazos negros, de par en par, abiertos al infinito.
Alguien alcanzó a decir: – ¡Es que estaba solita! Parecía abandonada.¡Pobrecitaa!
Ahí me di cuenta que la criatura venía envuelta en el pulover de Belisario,  y que el mismo la acunaba como un bebé.
– ¡Mirá lo que hiciste con el pulóver nuevo! – agarrándome la cabeza.
-¿No es hermosa? Insistió Lila.
Tia Juana me miró de reojo y se dio cuenta de mi cara.
–     Nené ¡qué importa el pulóver! dijo y largó una sonora carcajada, haciendo temblar el caserón con su panza de globo terráqueo. Luego nos contó la historia de las lechuzas vizcacheras. De cómo, llegada la edad, son echadas del nido por sus padres para que asuman su vida de adultos. A todos se nos hizo un nudo en la garganta.
Tatita había hallado un nuevo hogar. Aunque a mí me dominaba un pálpito.

La visita

La puerta de su casa estaba abierta. El cielo de diamante, encarcelado en el marco de la puerta, atesoraba estrellas. Al trasluz, una figura bajo el dintel. La mujer se adelantó. Un rostro níveo, indefinido se reflejaba bajo la lumbre. La miraba apacible, espectante. Es cierto que no era un ángel, pero podía serlo.
La cabellera, fundida con la noche. Algo que la mujer llevaba en el pecho llamó la atención de Nené. Un brillo metálico, áureo emitía un haz hacia el ambiente. Casi no se podía distinguir su boca. Todo estaba en sus enormes perlas negras. Esos ojos, de par en par, abiertos al infinito.
– ¿Quién sos? Preguntó Nené y se escuchó el silbido del viento.  Se persignó.
– Sabes muy bien quién soy – escuchó en su cabeza.
– Eres…
– Nené, el tiempo es un animal escurridizo…
– ¿Cómo sabes mi nombre?
La mujer del halo parecía sonreir con la mirada.
–       Conozco todo de ti –
–       Es extraño pero tu rostro me suena familiar.
–       En cierta forma es así. Existen múltiples niveles de existencia …
–       ¿Qué es todo esto? ¿A qué viniste?
Un haz dorado creció invadiéndolo todo y la risa se esparció por el aire en un tintineo. En el fondo la música sonaba a violines. La sala se fue fundiendo y, en su lugar, algo similar a una pantalla cinematográfica mostraba una escena. Se trataba de una especie de atelier.
Nené vio a otra Nené. Parada frente a un mural colorido. La “otra” esgrimía el pincel, regodeandose entre los tonos y texturas de la paleta que sostenía en su otra mano, como en las antiguas épocas de estudiante de bellas artes…
– Hay una voz que grita adentro tuyo. La frase resonó con un eco y todo se extinguió volviendo a la habitación.
¿Eres feliz? Preguntó apacible la mujer del halo dorado.
–       ¿Cómo que si soy feliz?
–       ¡Qué pregunta es ésa! ¡Síiiii, soy feliiiiz, soy feliiiiz! ¡Siiiiiii, lo soyyyyy…!
–       ¡Nené, Nenéee, despertáte! ¡Tranquila! No grités más. Es sólo un sueño…la voz de Belisario apaciguándola. Un trueno quebró la madrugada…
Ese fue el primero de mis sueños. A la mañana siguiente, ni bien me levanté fui a ver a la lechuza. Ahí estaba, espectante. Parecía sonreirme con la mirada.

El desenlace

Habíamos vuelto de la estancia, a nuestro ritmo cotidiano. Tatita ya había dejado de ser el centro de atención para todos, menos para mí. Belisario todo el día en el taller mecánico. Las chicas cada una preocupada en sus estudios.
Yo, como siempre, en casa…
Daba la impresión que nada se había salido de su cauce, excepto la presencia de Tatita en el comedor, presencia que todo lo abarcaba a pesar de tratarse de un ave pequeña.
Lo del nombre lo acordamos entre todos en honor a Doña Clodomira, mi suegra, que en paz descanse, con la cual el bicho atesoraba un parecido indiscutible.
Aquel sueño me había dejado perturbada. Más tarde la actitud  del gato me inquietó aún más. Al principio lo vigilaba para que Tatita no se convirtiera en un bocado. La cotorra, en cambio, sabía defendenrse y nuestro viejo felino sucumbía frente a los picotazos.
Tatita, en cambio, era un juguete nuevo. Sobre todo por los sonidos que emitía por las noches. Cierta vez los espié detrás de una cortina. El gato revivía encolerizado frente al palo donde Tatita, inmovil, lo observaba. Hasta que en un momento se quedaba tieso. Miránbase el uno al otro. En un rictus marmóreo permanecían así indefinidamente. Me dio la sensación que entre ellos había un diálogo. En algun momento el michi se alejaba directo al sillón, volviendo a convertirse en ese almohadón redondo que todos adorábamos. Una suerte de ritual que cada día se repetía. Aunque hubiera sido una buena excusa para deshacernos del búho, tuve la certeza de que el gato nunca significaría un peligro real para su vida.
El mismo sueño se fue repitiendo, cada tanto, hasta hacerse cotidiano. Una pesadilla inacabable que me perseguía y me perseguía. Al tiempo, crecía mi perturbación. Belisario hasta se había resignado a mandarme al psicólogo. Se hizo notorio un cambio en mi carácter. Vivía ofuscada, apática, irascible. De la depresión a la euforia en un santiamén. Hubiera jurado que en el momento menos pensado sacaría un alien de mis extrañas.
La casa era una montaña sobre mis hombros, casi una estructura carcelaria. Comencé a observar que si no cocinaba, todos los días, alguien podía hacerlor por mí. El mundo no  caía a pedazos si yo no estaba detrás de la limpieza. Las chicas empezaron a desconcertarse. Ya no las regañaba para que ordenen sus cuartos. Todo se había convertido en un Laissez faire, laissez passer…
Belisario ya empezaba a mirarme con otros ojos. La situación iba tornándose insostenible.
Hasta que una mañana, me desperté con la claridad del día.
Sentí un bienestar inusitado. Me habían vuelto las ganas de vivir.
Mi esposo roncaba, todavía. Pegué un salto de la cama y en un impulso abrí la ventana. No me equivoqué. La ví volando, alejándose. Me pareció que en algún momento se volvió. Sus enormes perlas negras abiertas al infinito brillaban como estrellas.
Apenas saludé.
Al rato, después de un baño perfumado saqué del ropero mi mejor vestido. Usé unos cosméticos de mis hijas para maquillarme y  salí por la puerta de calle.
Ya en la vereda, me cruzé con la vecina de enfrente que me miró de arriba abajo como si hubiera visto al diablo. La saludé y dije – ¡Lindo día! ¿No? Y me alejé hacia los suburbios en busca de un buen atril, un lienzo y algunos pinceles.



viernes, 14 de octubre de 2016

El Vestido de la Abuela (otro de los Cuentos rescatados del antiguo Blog mío)

Otro de los cuentos rescatados del arcón de mi antiguo Blog.Y va el segundo. Es un poco más largo, espero no aburrirlos... 

El vestido de la abuela


"Haz lo necesario para lograr tu más ardiente deseo, y acabarás lográndolo".
Ludwig van Beethoven

Medianoche. El reloj de pared del comedor acaba de dar la última campanada. Herminia Maria de los Angeles Rincón, la última soltera y a escondidas de sus primas, ha venido a la casa de la abuela a probarse, por tercera vez, ese raro vestido de antaño. Parada frente al espejo como la estatua de la libertad, con sus ojos bañados de asombro observa lo que la imagen le devuelve. La lumbre de las velas titilan  al costado de su cabeza. El viejo candelabro, que alza en su mano derecha es la única luz que ha quedado en la casa desde que fue cortado el servicio, poco después que abuela Clotilde dejó este mundo. Una nariz ganchuda y prominente, se rinde ante el espejo. Pero con ese vestido morado sus males parecen doblegarse, como si un exorcismo mudo, pacífico, los espantara. Pestañea un poco y sigue mirando. Los rostros acuosos diluyen sus bordes. Luego como una lente haciendo foco recuperan sus formas. Se alternan, se interponen, se deforman. Una cara tras otra y, cada tanto, es ella y es el vestido.
-¿Qué es éeesto? se pregunta y el corazón a punto de estallarle.
– Tendré que ver que las Flores de Bach no estén vencidas ¿O me estaré volviendo loca?
Ese juego que se habían propuesto más de una vez con Nilda, que no cree en esas cosas pero le gusta probar, por curiosidad. Lo leyeron en el libro del psiquiatra, Weiss, pero nunca les dió resultado.Se dice que si dos se miran a los ojos, bajo una luz tenue, se pueden ver caras de vidas pasadas. Nada de eso ahora. Respira hondo y comienza a tranquilizarse. Un aliento sutil, casi un roce de alivio la recorre y sigue respirando pausado. Otra vez está allí. Más clara. Más que nunca. Desde que se lo puso por primera vez, el día que vinieron las tres a llevarse todo de la casa de la difunta, la vida monótona y tibia se zambulló en la debacle,  como si un duende se estuviera divirtiendo con su destino.  La primera vez no dijo nada. Nadie se dió cuenta. La segunda, fue más notorio pero ninguna se animó a comentar palabra.
– Esta vez, mejor que me apure un poco – dice.
Se arregla el cabello. Guarda algunas chucherías más en el bolso y apaga las velas una a una. El aire huele a incienso en lugar de vela quemada. Se detiene antes de salir y arroja un beso a la nada. Sólo entonces atraviesa la puerta de calle y se va de la casa con el vestido puesto.
-¡Es organza! –  dijo Emilia, la prima mayor el día que lo sacaron del ropero.
-¿Estás segura? preguntó Herminia acariciándose la barbilla con la tela.
– Sí, fijáte, y esto acá se llama drapeado…
– ¡Mirá vos!
– Si habré hecho vestidos en mi vida. ¿Tenés idea cuántos?
– Ni idea…
– Yo tampoco, pero un montón seguro. De novia, madrinas, de quince, que ahora se usan mucho con estas telas antiguas- continuaba Emilia hinchada y soberana en su mundo de la costura, que era de lo que más sabía en la vida.
– ¡Es precioso! Y este color, tan… tan…  ¡provocativo! –  intervino Nilda, la más joven de todas y continuó – ¡No me imaginaba a la abuela usando este tipo de vestidos!-  e hizo un gesto de contoneo con el torso como felino en celo, guiñándole un ojo a Herminia.  Nilda no se parecía en nada a la prima mayor. Más bien, eran extremos opuestos. Pero de lo mismo, como el odio y el amor.
Herminia la miró con esa mueca extravagante, llovida, de comisuras estiradas, donde naso y entrecejo, confundidos, definían una sucesión de montañitas abúlicas y largó una risita tonta, pero Emilia, como de costumbre, saltó como leche hervida.
– ¡Ahí está, otra vez la degenerada!  ¡No te curás más vos, siempre con la croqueta podrida!- y arrancó con el tic del párpado izquierdo que le venía cuando sacaba chispas de enojo.

– ¿Qué dije ahora, qué tiene de malo, ché? – Todas somos de carne y hueso ¿O no? buscando la complicidad de Herminia.  -Acaso pensás que la abuela nunca…-
– Más respeto con la abuela, chee… ¡Que en paz descanse!- dijo santiguándose.
– ¡Uy, yo no sé, pero a veces pareciera que ésta tuvo los cuatro pibes de un repollo! esgrimió Nilda.
– ¡Claro habló la liberada! Taanto diván te está arrrruinando el poco seso que te queda detrás de esa  melenenita colorada- replicó Emilia, al rojo vivo y con el tic a toda velocidad.
Nilda, jugando a la gran Marilyn pelirroja, ya empezaba a acusar la comezón del séptimo año, que, si bien tampoco le daba crédito a la creencia popular, algo le picaba. Un día el profesor de Latin Dance, otro el chico del Videoclub y siempre un alma generosa para aventar su consuelo. Ahogado en la vorágine de papeles de su oficina de seguros, su marido era un típico «workholic», textuales palabras del terapeuta de Nilda, que por cierto, siempre eran sagradas.
Y así comenzaban las peleas con uñas, dientes y trapitos al sol. Riñas breves, pero contundentes de esas que afloran del rencor o del aburrimiento. Festines del cual Herminia, a quien de chiquitita apodaban la Ñata, se mantenía al margen. Se las bancaba porque eran sus primas, porque las quiso siempre. La Ñata, que recién había atravesado la barrera de los cuarenta (edad en que según Dorotea, su amiga tarotista, una entraba en algún tipo de crisis por culpa de Urano), no era amiga de esos conventillos. Frente a esas situaciones quedaba más muda que una tapia como si la sangre no le corriera por dentro, hasta que la batalla final barría los últimos despojos y todo volvía a la normalidad.
Esa tarde, mientras el ruido de voces de fondo se acrecentaba, la Ñata comenzó a desvestirse y, tranquila, descolgó la prenda de la percha. Bajó poco a poco el cierre, que estaba duro por la falta de uso y se fue metiendo. Puso un bretel, el otro y la noche se le abrió adentro. Un calorcito, casi cosquilleo, acarició la base  de su columna vertebral. En «in crescendo» ascendió a lo largo de la espalda como una ola tibia, estrellándose contra la nuca. Voces ululantes con un llamado arcaico, casi tribal invadieron sus sentidos, enredadas con las otras, las del pasmoso sonido de la disputa. El vendaval se desplazó feroz por todo el cuerpo y, antes de extinguirse,  salió disparado por la garganta:
– ¡Pero bastaaaaaaaaaaa! ¡Hasta cuáaaando van a seguir con estas pendejadas ustedes! ¡Es que no van a crecer nun..!- y se tapó la boca, sorprendida por sus propias palabras.
En el silencio tórrido, gelatinoso que inundó la tarde de verano, como la pausa de un videoclip, las tres estatuas de hielo comenzaron a derretirse. Al cabo de unos segundos Nilda comenzó con los aplausitos. – Bieenn, bravoo. ¡Es la primera vez en la vida que te veo reaccionar así! Siempre creí que no corría sangre por tus venas primitaaaa- y seguía aplaudiendo. La otra desenfundó la trompa hasta tocar el piso, se cruzó de brazos e hizo mutis, es decir salió de la habitación como un meteorito inflamado, atravesando la atmósfera. Jamás habían presenciado algo tan visceral de esa boca. Esa noche en su cama, hipnotizada con el ventilador de techo, Herminia vislumbraba  un dulzor súbito, desconocido que no le era ajeno.
-¿Y?- preguntó Dorotea ventilando los ojitos de almendra, con sus pestañas alquitranadas, corvadas a la fuerza por el rimmel.
– ¿Y qué? Mmmm, ¿no están un poco húmedas estas galletitas?
– Son así, son de algarroba. Pero, dejá de masticar y contestáme Hermi. ¿Nada más?
–  Crunch, crunch, ¿Qué más querés que te cuente? No están mal…
– Pero contáame, qué pasó, qué hiciste, algo debes haber hecho.
– Nada, te digo que me lo puse y listo. Ahí nomás aparecí en ese lugar.
– Si ya sé el salón enorme, bailaban algo parecido a un minué, pero vos¿ dónde estabas?
– En un rincón, como si observara todo de afuera, era yo pero no era yo…
-¿Cómo?
– Me sentía rara. Bajé la vista y vi la falda gigantesca  y unas manos  blanquísimas y dedos frágiles. No se parecían en nada a estos – continuó Herminia mirándose las manos. – Ahh y tenía un abanico. ¿Viste  esos que se ven en las vitrinas de los  museos?
– ¡Impresionante! Seguí, seguí… la incitaba Dorotea, chupando el mate con ganas.
– Todos venían a mí, a saludarme, como si fuera alguien importante.  Y estaba un poco más alta que el resto. Cuando llegaban se inclinaban en una reverencia,  con esas pelucas blancas de las películas. ¡Taaan ridículas, qué gracioso! – Herminia se tentó y no podía parar de reirse.
– ¡Daale che! ¡Yo que estudié de todo, control mental, meditación, que se yo ya ni me acuerdo. Fui a cuanto seminario pude las veces que vino Brian Weiss y nada ¡Toda mi vida quise tener una experiencia así! Y vos, con esa cara de yo no fui me venís a contar que te ponés un vestido de  la finada y tenés una regresión espontánea...
– ¿Vos creés? Te juro que no pensé en nada. La verdad, te digo, que es muy raro todo. Nilda se lo probó y le bailaba, por lo flaquita. A Emilia no le subió el cierre y parecía un embutido.
– ¿No notaste nada raro? preguntó Dorotea más inquisitiva.
– Te digo que no,  a ellas no les pasó nada.  De lo mío ni les comenté, porque sabés como son…
– ¡Si lo sabré! Te dije mil veces que te juntes menos con esas dos, te cortan todo…
– Mirá Doro, según la metafísica nada te corta nada si vos no le das lugar a que te lo corten con el pensamiento-  manifestó la Ñata haciendo gala de una gran convicción y hasta le había cambiado la voz.
– ¡Epa, epa! Mírenme a la señorita que ahora me contradice y todo. Sí que estás rara vos cheee. ¿Eh? Pero la verdad me gusta, me gusta…
– Sí ¿sí? – contestó Herminia bajito, soportando esa dualidad de bolsa de gatos  o mostruo de dos cabezas, que la zamarreaba de un lado a otro esos últimos días.
– ¿Querés que hagamos una tiradita a ver qué pasa? preguntó Dorotea acariciando las cartas de tarot.
– Mnnn no sé… ¿Vos creés?
Dorotea mezclaba y mezclaba el mazo, con los ojos cerrados. Unas palabras ininteligibles fluian de su boca. Al cabo de la plegaria ordenó secamente:
– Descruzá las piernas y cortá.
– Ahhh, bueno, bueno..-  pegó un suspiró después de la primera carta y, apoltronando sus carnes en el asiento, comenzó a colocar una tras otras las imágenes que caían como estampas sobre la mesa.
– ¿Qué? ¿Qué pasa? Me ponés nerviosa, no empecés con los misterios gorda.
– ¿Qué querés que te diga? Esto está muy…
– ¿«Muy» qué, Dori? Daalee que me empiezo a comer las uñas y no quiero, vos sabés lo que me costó dejar de com…
– ¡Shh! Pará un poco que no me puedo concentrar.
La Ñata se quedó tildada por una fracción de segundos y se mimetizó con la pared, blanca.
– No, no es que te vas a morir, Ñati, quedáte tranquila. La carta de la Muerte aparece cuando hay un cambio profundo en la vida de una persona o cosas así.¿Entendés?
– Acá estás vos… ¡Upa, salió la Emperatriz! Mejor dicho, hacia donde vas. A ver, a ver, qué más tenemos. Un hombre, sí. ¡Síííí! ¡Viene un hombre!
– ¿Un hombre?- Herminia con los ojos atravesados.
– Sí nena, y por lo que veo… Mnn, dejáme sacar otra.
– ¡Este tipo tiene todo lo que tiene que tener, mi querida!
– ¿Qué querés decir?
– Nena, sos medio lenta . ¡Un hombreee con todas la leeetras! ¿Entendés?       – ¡No como toda esa sarta de nabos que conociste hasta ahora ¡Perdoná mi franqueza!. No me mirés con esa cara de carnero degollado…
Después de un silencio aclaró – Te digo que más de una se va a retorcer de envidia. Sí, acá salen dos minas. Jodidas las dos, que te van a tirar muy mala onda. Ya sé que vos no crees en la mala onda, pero no les va gustar nada te digo. A ver, a ver- sacando más cartas.
-¡Son dos yeguas éstas, eh! Vos sabés que yo no me puedo callar.  Te vas a tener que cuidar de estas dos. Mucha protección, chiquita, mucha.
– ¿Para taanto? Me dá miedo todo esto. Yo que estaba tan tranquila en mi vida…
– Creo que no entendiste nada, ¡Ñatín, reaccioná mamita, reaccionáaa! Te va a cambiar la vida, te va a cambiar la vida – repetía Dorotea tan exaltada que se salía de la vaina. Después prosiguió con las indicaciones del caso.
– Ahora, te voy a preparar un  frasco de flores nuevas y te voy a decir lo que vas a tener que hacer todas las noches antes de irte a dormir…-
La tarde del sábado expiró lenta. Un aire nuevo había embriagado el departamento. Salieron a tomar fresco, un paseo por la placita de Serrano aquietó un poco los ánimos. Esa noche, se quedaron en el balcón hasta tarde, escuchando música, hasta que las venció el sueño.  Antes  de ir a dormir, Dorotea le hizo el último comentario.
-Nena, estáte atenta, porque vas a soñar con él. No me mirés así. Y en el sueño vas a tener una señal…
-Pará un poco, gordi, mañana seguimos… ¿cómo una señal, qué señal? preguntó la Ñata abrazando la almohada con los párpados que se le iban al subsuelo.
– No sé, esas cosas que a mí me llegan de repente, te lo tenía que decir.
– No te entiendo…- apenas murmuró la ñata.
– Dormí, dormí…

El timbre espantó el sopor de la mediatarde.
-Señorita, señorita- se oyó la voz masculina irrumpiendo en el Estudio, mientras Herminia ordenaba los biblioratos en el estante. Se dió vuelta y lo vió. Canoso, de ademán pulido, solicitó que lo anuncie. Un cosquilleo imperceptible, casi atrevido, la recorrió y comenzó a transpirar. La pila de biblioratos que cargaba terminaron desparramados en la moquette.

– ¿La ayudo? – preguntó por cortesía, al tiempo que levantaba junto a ella los carpetones y papeles.
– No, por favor, no se moleste – repetía Herminia que a esta altura le temblaban hasta las ideas.
-¿Su… gracia? Así lo anuncio.
– Federico, Federico Robertson Diaz. Vengo por una consulta con el Dr. Larrazábal – continuó el señor con la sonrisa puesta en los labios.  Ella, intentó tapar esa torpeza que le avanzaba de adentro como una catarata, como si esos ojos, los de aquel desconocido la hubieran partido en dos, dejando al descubierto un río de vulnerabilidad.
Ese día y los subsiguientes aquellos ojos no la abandonaron. El porte enigmático, atemporal de aquel personaje de barba plateada, lo tenía visto en algún lado. La misma tarde cuando volvía para Palermo en el subte, se acordó del sueño que había tenido hacía unos días, en el que un hombre robusto, de cabellera gris le decía, -"Eres mi bella Herminia, la que siempre soñé, la que siempre esperé..." Pero la cara del sujeto jamás la recordó. A Doretea todavía no le había contado nada.
Emilia fue la primera en llegar esa mañana. Recibió a los de la inmobiliaria, con su habitual humor alimonado y les dió las indicaciones para que pusieran el cartelón en el frente. Al rato Herminia llegó con  un termo  y un paquetito de la panadería en la mano. Detrás Nilda, con la expresión  rígida de una sombra trasnochada.
– Menos mal que ya terminamos con todo esto, esperemos que se venda lo antes posible. La verdad, estoy un poco cansada de andar mudando cosas- se quejó Emilia terminando de juntar en un rincón la basura del piso.
– Vení, negra, largá la escoba y tomáte un cafecito- la invitó Nilda con el vaso humeante de Dolca recién hecho.
– Y vos… ¿no tenés nada para contarnos? se dirigió a la Ñata que estaba en la ventana como ida, con una medialuna en la mano.
– ¿De qué? contestó a desgano la Ñata.
– ¿Cómo te fue con el viejito almidonado?
– Federico, te dije que se llama Federico. – Herminia sin dejar de mirar por la ventana.
– Bueno, como se llame. Ya fue a la casa y todo. La llama todos los días, la lleva al cine, a cenar y ya va como un mes ¿no? pero dice que son amigos nomás já y yo, me chupo el dedo.
– ¡Neena! ¿cóomo lo invitaste a tu casa? – saltó Emilia a lo sargento.
– ¡Uf! No empecés, dejála que cuente, si encima cuesta sacarle una palabra con tirabuzón y vos la reprimís…
– ¡Es que con las cosas que pasan! ¿No ven los noticieros ustedes?  Emilia mordisqueando una tortita negra.
La Ñata no quería largar prenda y las otras dos se empezaban a montar en la curiosidad, creciendo y creciendo sobre Herminia que, a esta altura, se veía cada vez más chiquitita.
– Es que, se me había roto la persiana y… él vino a arreglármela. Eso fue todo.- explicaba la Ñata .- Se dá maña para todo con las manos y se ofreció a hacerme un par de arreglos en casa que…
– Ah ¿Sí? ¿Cómo le dicen? ¿Mac Giver?- irónica, interrumpió Nilda mientras encendía un cigarrillo.
A Emilia  se le escapó una carcajada histérica que hizo eco en el caserón vacío.
– Sí, ¿cómo sabes?- respondió la Ñata dándose vuelta.
Las risas se conviertieron en mohines estértoreos que se fueron disipando hasta el silencio.
El humo se expandía a bocanadas, empañando el aire, alimentado ahora, por los dos escuerzos que empezaban a mirar a Herminia de reojo.
– Y vos, ¿pensás que a esta altura te va a hacer el novio? Yo que vos no me haría tantas ilusiones. Mirá los tipos hoy comen y se van. ¿Se entiende? Aparte, un tipo así, soltero, con buen pasar, seguro no quiere más compromiso – consideraba Nilda con aires de mujer experimentada.
– ¡Te equivocás, él no es de esos. ¡Es distinto! – respondió Herminia, abriendo la ventana con poca parsimonia.
– Sí claro, es el principe azul. Bajá nena, el hombre ideal no existe. ¿O no Emilia?
La prima mayor como perorata de tía de antaño dió incio a  su sermoneo.
– Mirá querida, todo lo que te decimos es por tu bien, para que no sufras, porque hoy día con los hombres no se sabe. ¡Antes todo era tan diferente! Una se ponía de novia y hasta que el tipo te pusiera una mano encima, años, además hasta ahora jamás nos equivocamos cuando te dimos  un consejo… – después de ese remate hizo un impase buscando los ojos de Nilda.
Las dos continuaron pregonando peligros y desafíos que como trampas mortales devorarían a la inocente Herminia antes de que cante un gallo. Sin poder meter siquiera un bocadillo, las dejó hablar hasta que la paciencia se le empezó a escapar por las orejas, los codos, los poros de la frente y por efecto compensatorio del principio de Arquímedes hubo una última gota que exasperó el delicado equilibrio que la mantenía en la silla y se levantó en un disparo.
-¡Me tengo que ir!- cortó drástica el monólogo. Sin más, en una media vuelta, resuelta, enfiló hacia la puerta de calle. Antes de salir las miró y lanzó su última frase a modo de sentencia:
– ¡Ustedes dos, me tienen los ovarios por el piiiisooo! – Y se escuchó el portazo.
– Y a ésta ¿qué le pasa? ¡Jamás la ví así! ¡Qué desagradecida! ¡Una que le habla por su bien!
– Herminia está mal, muy mal, te lo dije, para mí necesita ayuda urgente, ya mismo llamo a mi terapeuta…
En la neblina del cuarto quedó flotando un panadero, unica víctima  atrapada en la creciente nube que, amenazante y silenciosa se cernía bajo el cielorraso.
Herminia caminó abriéndose paso por Santa Fe, con algo de humo en la garganta. Lo que nadie llegó a saber fue que una vez más el vestido de organza le había dado una cita el día anterior. Cita que transcurrió sin pena ni gloria ante el espejo. Aunque más tarde, un gran cansancio la arrastró temprano a la cama. Como una mole se derrumbó en el sueño y la noche se bañó en sudores en medio de una pegajosa ronda de pesadillas. Un rayo de luz distinto había irrumpido por la hendija esa mañana.  Extrañamente la opinión de las primas ya no le importaba.
La certeza, cada vez más cercana, la catarsis llegando a su fin.
Esta noche, Herminia Maria de los Angeles Rincón, la última soltera y a escondidas de sus primas, ha llegado a la casa de la abuela a probarse, por tercera vez, ese raro vestido de antaño. Federico, ansioso, la espera en el auto. Sin disimulo cogotea hacia un lado y hacia el otro, hasta que la vé. Un haz de luna baña el empedrado y dibuja un camino hasta los pies  femeninos que, desnudos, abandonan la casa donde un halo de incienso y un candelabro caído son apenas un vestigio. Como si flotara en el aire, una princesa, Herminia camina sigilosa y se sube al auto. Los labios se rozan, apenas.  El manojo de luna se expande como un portal silencioso y se adueña de la escena. El auto se aleja por la calle empedrada.
En el recodo de una ruta, lejana y sin nombre, el lucero vigila y el alma sueña despierta.

La Enamorada del Balcón (rescatado de un antiguo blog)


Estos cuentos fueron rescatados de un antiguo Blog mio, ya abandonado, Cuentos en sincronía,  en donde publicaba con el seudónimo de Ariadna Baez. Aquí va el primero...

La Enamorada del Balcón

 «El hombre en su esencia no debe ser esclavo,  
ni de si mismo ni de los otros, sino un amante.
Su único fin está en el amor.»
Rabindranath Tagore

 

En mis sueños, vivo enredada en los hombros de mi amado, en un abrazo interminable. Perduro pegada como una sombra a su piel fría, de mármol, que entibio con pasión.
Él, que todo lo ve a través de mis ojos, respira también por mis poros. Somos como el cauce y el agua del río, él me sostiene yo lo alimento. A simple vista parecemos uno solo, verde, esponjoso, de ramas entretejidas en formas arquitectónicas y redondeadas en las que las manos del hombre poco tienen que ver. A simple vista, no se distingue dónde termina su cuerpo y dónde comienza el mío.
Mi balcón y yo conservamos una historia. En nuestra intimidad llevamos un secreto y fuimos testigos, sin querer, de las veladas de aquellos amantes prohibidos. La mayoría supone que aquella noche, la del juramento de amor eterno, fue la última. Se equivocan. Hasta hay quienes sospechan que todo sea irreal y que la historia sólo pertenezca a la prolífica imaginación de un notable hombre de letras. Nosotros conocemos la verdad.
Enamorada del muro me dicen. Me confunden con mi prima segunda, la hiedra, pero yo no soy de aquí. Quiero decir, mi origen está en otro lugar, otro universo. ¿Que cómo llegué aquí? Eso es parte de mi secreto, tal vez algún día, si tengo ganas les contaré.
Me causa gracia la manera en que el humano me definiría si supiera que vengo de otra parte.
Es que ellos creen que todos llegamos en naves voladoras. Si tan sólo supieran que ninguna especie animal pertenece a este planeta...
Pero, claro, cómo podrían averiguarlo, si no entienden su lenguaje. Ellos, los enamorados que poblaron mi balcón, tampoco eran de aquí.
Cada otoño mis hojas se desvanecen, se esfuman llevándose algo de mí, pero no mis siglos ni la memoria que no me falla, e intacta evoca, cada tanto, aquellos besos furtivos que ensayo con mi amado, en sueños.
Un anhelo enciende mi corazón cada amanecer y mi savia vibra desde hace tanto. Aunque el pueblo y la gente ya no sea la misma, ni siquiera mi voz y esta manera moderna de hablar que he adquirido a través de los años.
Aún tengo presente su expresión en aquella madrugada lejana. Cuando lo ví llegar, tímido y vacilante, un trueno sacudió los cimientos y entonces supuse que nada sería lo mismo en esta casa. La sensación se acrecentó cuando los observé juntos por primera vez y una música funesta, aletargada como un quejido, se oyó a lo lejos. Cuando se encontraban, nada podía perturbarlos y en menos de un segundo el resto del mundo era el reflejo de un suspiro.
Él, rubio, enjuto y delgado, de mirada ardiente, brillaba como un adonis sobre su montura.  Refulgente como el sol que enmudece los ojos, asi era mi muchacho. Muchos fuimos testigos del sentimiento que nació cual brisa pura en la mañana.
Ella, mi pequeña y pálida niña, comenzaba con un modesto temblor, casi imperceptible, al aproximarse el momento del encuentro que se repetía, más a menudo de lo que todos saben. Lo disimulaba mientras mordía, casi con desdén, un bucle rojo. Ese delicado bucle que rebelde, se deslizaba y caía sobre una de sus mejillas rosadas,  encendidas como nunca, efecto que se desvanecía con el correr de las horas, tras la ausencia.
A pesar de la felicidad de los amantes, mis días se iban opacando, nublados por un presagio oscuro, casi profético, que se me había ido instaurando de a poco, como una astilla clavándose más profundo por adentro.
En estos días, ni siquiera los gondoleros han conservado ese espíritu. Ahora trabajan para los visitantes. Antes su canto era un arte, como el pájaro que celebra las horas del día. Nada es lo mismo, ni el río, ni la gente, ni el pueblo que ahora lo llaman ciudad. Venecia también se ha poblado de extrañas figuras que inundan las calles, ávidos de no sé qué.
Aquí, en mi Verona natal, muy pocos son los que llegan y perciben la magia del lugar. La remanencia de aquellas presencias, está en el aire todavía y se les mete en la sangre por un rato y los hace estremecer. Enternecidos se abrazan y besan tomados de la mano sobre el empedrado. Y aquí en mi balcón, para la foto. Yo los envuelvo con mis suspiros. Para que ese amor sea eterno. Siempre y cuando lo que los motive sea genuino. Y esto último valga un acento. De otra manera, un leve escozor los rozará y pasarán de largo, y tarde o temprano sus historias tendrán diferentes rumbos.
Más de uno llega distraído pero enseguida percibe el entorno. Un golpe seco y la caricia del aire que los deja perturbados. Se les nota en los ojos ese brillo especial. Es una especie de código que sólo pueden descifrar quienes son capaces de vulnerarse al amor.
Sino lo conoces, nunca te enterarás de que existe y no comprenderás de qué se trata.
Como si yo me pusiese a disertar sobre la montaña y sus nieves sempiternas. ¿Qué puedo saber yo de eso, que no he salido de al lado de mi amado? Aunque, algo sé, gracias a la lluvia, que es curiosa, se mete por todos lados, luego viene y me cuenta. Entre nosotros, ella fue la que me ayudó a que esta historia fuera escrita y no se perdiera. La que inspiró al poeta en sus noches de insomnio, golpeando cansina y rítmicamente contra los muros de su alcoba.
Todo sucedió así, tan real, tan efímero. Por supuesto, sus nombres no fueron aquellos con los que se hizo famosa la tragedia de Romeo y Julieta. Ni tampoco trascendieron otros detalles como el hecho de que ellos podían entender el lenguaje de las golondrinas.
Es que el escritor obvió un fragmento de la verdad, por dos motivos, a mi entender bastante comprensibles: uno, porque lo atribuyó a su veleidosa fantasía. El otro, por un temor acérrimo a que lo tomaran por lunático.
Los días previos al desenlace transcurrieron raudos, como el instante mismo antes de la muerte. Aunque sea una palabra que no me gusta, debo usarla. Mi amado dice que exagero, pero no sé qué es la muerte. Renacer es el único sentido que encuentro a esta existencia.
He perecido sí, ante el flagelo del tiempo. Pero siempre un retoño ínfimo, minúsculo, escondido entre las sombras de las vísceras de mi muro, vuelve con toda la fuerza, dando cuenta del misterio de la vida. Un misterio que el humano todavía no ha sido capaz de develar. Por eso nunca me he ido del todo, como ellos...
Por estos días tenemos un viejo cuidador, un poco cascarrabias el hombre, cuyo único entretenimiento consiste en recortarme con una tijera gigante y luego acomodar mis hojas.
El viejo jardinero no entiende de mi amor, y se empeña en dejarme prolija en los bordes, para que los extraños se lleven una bonita impresión del balcón de los enamorados, dice. Mientras yo me estiro y me esfuerzo para llegar a abrazar a mi balcón.
La leyenda, si es que puede llamarse así, ha trascendido las fronteras de mi tierra, lo sé. Los detalles que aquí develo son inéditos, los he guardado para mí, hasta hoy, pero considero que ya es tiempo.
Ellos están aquí.
Sé que nadie puede verlos más que yo. Bueno, mi amado y yo. Y el pordiosero que se sienta a los pies de la estatua, el pobre tampoco es de acá. El también los ve. Nadie le cree porque hace años lo dieron por loco.
Ella, mi niña, me despierta cada mañana con su risa etérea. Acaricia mis hojas y me observa. Cuando él llega, radiante como un ángel, la toma de la mano y se van flotando en el viento. No se alejan demasiado. Llegan hasta alguna nube y pasean sobre el río, en nube.
Los besos que se dan, caen como gotas de rocío, diminutas, incesantes sobre los recién llegados.
Son esos besos los que perduran, eternamente, en los enamorados.



jueves, 11 de febrero de 2016

Memorias del Buen Discípulo



 Hubo una vez un hombre de semblante pálido y mirada triste que entró a un Templo.
Con sus ojos cerrados y en silencio, sentado en posición de loto frente al altar, se encontraba el Maestro.
El hombre se quedó un rato observándolo y al ver que el Maestro no notaba su presencia quiso llamar su atención.
- Disculpe…
El Maestro siguió meditando como si nada hubiera sucedido.
El hombre insistió:
- Perdón, ¿podría interrumpirlo?
El Maestro con extrema lentitud comenzó a erguirse y poco a poco abrió sus ojos. Luego de unos instantes, que al hombre le parecieron interminables, le respondió en calma:
- Pides permiso para interrumpir…  Ya has interrumpido…
 - Bueno, disculpe usted, es que necesito hablar con alguien antes de hundirme totalmente en la desesperación. Necesito que me ayude, estoy muy apesadumbrado, triste, dijo el hombre con voz lánguida.
El Maestro, continuó con su expresión contemplativa y se dispuso a escucharlo.
- Cuéntame, le dijo.
El hombre comenzó a relatar el derrotero de sus días, lo que él llamaba la historia de su mísera vida. De su pelea con sus hermanos por la casa que habían dejado sus padres al morir. De su mujer que lo había abandonado por no ser capaz de traer el sustento cotidiano para mantener a sus tres hijos. Que sus niños ya no querían verlo. Habló de su negocio compartido con su hermano mayor quien lo había estafado. Y deshojó una a una todas sus penurias ante el Maestro, quien lo contemplaba paciente e imperturbable.
Lo oyó un buen rato sin decir una palabra.
El hombre terminó de hablar y el Maestro permaneció en silencio y bajó la vista.
-Bueno, soy el hombre más desdichado del mundo y usted ¿no me va a decir nada?
Por favor, insistió, - ¡Ayúdeme! Deseo cambiar mi vida, agregó desesperado.
El Maestro continuó en silencio, esta vez contemplando algo más allá sobre la cabeza del hombre. A lo lejos se oía el tintineo de unas campanas y el sonido del agua  de la fuente cayendo en cascada sobre un pequeño montículo rocoso, en la entrada del Templo.
El hombre ya se estaba impacientando.
- Muy bien, dijo por fin el Maestro, y agregó - Ven todos los días, a las cinco de la mañana y te enseñaré algo.
El hombre volvió al otro día a la hora que le había dicho el Maestro, quien lo invitó a quedarse en silencio un buen rato, sentado junto a él, frente al altar. El hombre quiso hablarle pero el Maestro le dijo que debía permanecer en silencio. Al despuntar el mediodía se despidieron hasta el otro día.
Así transcurrieron unas cuantas semanas, hasta que un buen día el hombre le preguntó al Maestro para qué lo hacía ir todos los días a permanecer en silencio. Que eso, no lo había ayudado en nada. Que su vida seguía siendo tan mísera como antes, y encima de todo, que no podía contarle sus problemas para que él lo ayude...
- Eres libre. Puedes irte, y no volver.
- Pero usted dijo que me ayudaría y yo le creí.
El maestro permaneció impasible durante largos minutos, mirando hacia los ojos del inmenso Buda que se erigía en el altar, rodeado de velas e inciensos recién encendidos.
- El hombre, ya muy molesto alzó la voz: - ¡Usted es un embustero! Me ha mentido, no me ha ayudado en nada.
Con inmensa compasión y una media sonrisa en los labios le respondió:
- Tú me pediste una solución a tus problemas, y te invité a disfrutar de la contemplación y el silencio. ¿Qué mayores tesoros podía ofrecerte? Luego agregó: Tú sólo me has insistido día a día, que te escuchara… Entonces comprendí que no deseabas una solución a tus problemas. Sólo deseabas que alguien te escuche...
- La ayuda que buscas, está en ti no en mí.
- Ve y háblale a la roca, cuéntale lo mísero que eres. Llora y descarga tu furia y tu tristeza con el viento, golpea la tierra y derrama tus lágrimas en el polvo.
-Cuando estés agobiado de tanto llorar, y cansado de sentirte el más mísero de todos los hombres, entonces ahí regresa. Sólo cuando sientas desde las entrañas de tu corazón que ya no quieres vivir más así, como un despojo de hombre. Sólo entonces regresa…
-Recién ahí podré guiarte para que puedas encontrar en el fondo de tu ser la luz que tanto anhelas.

Adriana Alfonso 


sábado, 18 de abril de 2015

Microcuento - Los resucitados


Resucitaban cada noche.
El amanecer los sorprendía abrazados a la estatua de Gardel, perdidos en un sueño profundo. Entrada la mañana, con el ruido de la ciudad, parecían ir despabilándose.
Prolijos, acicalados tomaban el subte para llegar a horario, a sus trabajos. Ellos, de traje azul. Ellas, de chaleco gris y tacones. Un andar robótico los encaminaba a su destino.
Tras la frialdad de los ventanales de oficina, permanecían inmóviles, petrificados  como maniquíes vivientes hasta esperar alguna señal. El sol cayendo tras la línea del horizonte encendía un brillo en sus ojos.
Se acercaba la hora.
Cayendo la noche, los compases de un tango lejano se hacía un eco ineludible que irrumpía en el manto empedrado. 
La melodía, cadenciosa, les acariciaba la piel hasta embriagarse. Se iban cortando. Se iban quebrando.
Encajes y chambergos, seducían los aires de la noche porteña, que ellos mismos creaban en cada acople de su danza.
Entre risas, tomados de la mano huían por el callejón del Caminito. El mismo que los conducía, directo, hacia los patios de la Milonga.


Microcuento - ¿Querés ser mi novia?

El universo paralizó su máquina del tiempo cuando en la playa, posé mis labios en los tuyos. Temblé como un niño, aunque ya tenía 13. Seguramente,  un rubor tibio habría subido por mis pómulos. El nácar de tus mejillas, en cambio, olía a rosas, y casi nada podía acercarse más a la felicidad que ese instante. ¿Querés ser mi novia? alcancé a susurrar tímidamente y te tomé de la mano. Me miraste y esbozaste una sonrisa tenue, y en la profundidad verde de tus ojos se iba anclando mi alma. Como una bendición comenzaron a caer las gotas. Con mi saco te cubrí de la llovizna, y abrazados nos alejamos por las dunas doradas.
Suelo escribir tu nombre en la arena, cuando por las tardes contemplando el crepúsculo y las olas romper, dejo volar mi imaginación recreando ese momento perfecto cuando te pregunte:  ¿Querés ser mi novia?