viernes, 14 de octubre de 2016

El Vestido de la Abuela (otro de los Cuentos rescatados del antiguo Blog mío)

Otro de los cuentos rescatados del arcón de mi antiguo Blog.Y va el segundo. Es un poco más largo, espero no aburrirlos... 

El vestido de la abuela


"Haz lo necesario para lograr tu más ardiente deseo, y acabarás lográndolo".
Ludwig van Beethoven

Medianoche. El reloj de pared del comedor acaba de dar la última campanada. Herminia Maria de los Angeles Rincón, la última soltera y a escondidas de sus primas, ha venido a la casa de la abuela a probarse, por tercera vez, ese raro vestido de antaño. Parada frente al espejo como la estatua de la libertad, con sus ojos bañados de asombro observa lo que la imagen le devuelve. La lumbre de las velas titilan  al costado de su cabeza. El viejo candelabro, que alza en su mano derecha es la única luz que ha quedado en la casa desde que fue cortado el servicio, poco después que abuela Clotilde dejó este mundo. Una nariz ganchuda y prominente, se rinde ante el espejo. Pero con ese vestido morado sus males parecen doblegarse, como si un exorcismo mudo, pacífico, los espantara. Pestañea un poco y sigue mirando. Los rostros acuosos diluyen sus bordes. Luego como una lente haciendo foco recuperan sus formas. Se alternan, se interponen, se deforman. Una cara tras otra y, cada tanto, es ella y es el vestido.
-¿Qué es éeesto? se pregunta y el corazón a punto de estallarle.
– Tendré que ver que las Flores de Bach no estén vencidas ¿O me estaré volviendo loca?
Ese juego que se habían propuesto más de una vez con Nilda, que no cree en esas cosas pero le gusta probar, por curiosidad. Lo leyeron en el libro del psiquiatra, Weiss, pero nunca les dió resultado.Se dice que si dos se miran a los ojos, bajo una luz tenue, se pueden ver caras de vidas pasadas. Nada de eso ahora. Respira hondo y comienza a tranquilizarse. Un aliento sutil, casi un roce de alivio la recorre y sigue respirando pausado. Otra vez está allí. Más clara. Más que nunca. Desde que se lo puso por primera vez, el día que vinieron las tres a llevarse todo de la casa de la difunta, la vida monótona y tibia se zambulló en la debacle,  como si un duende se estuviera divirtiendo con su destino.  La primera vez no dijo nada. Nadie se dió cuenta. La segunda, fue más notorio pero ninguna se animó a comentar palabra.
– Esta vez, mejor que me apure un poco – dice.
Se arregla el cabello. Guarda algunas chucherías más en el bolso y apaga las velas una a una. El aire huele a incienso en lugar de vela quemada. Se detiene antes de salir y arroja un beso a la nada. Sólo entonces atraviesa la puerta de calle y se va de la casa con el vestido puesto.
-¡Es organza! –  dijo Emilia, la prima mayor el día que lo sacaron del ropero.
-¿Estás segura? preguntó Herminia acariciándose la barbilla con la tela.
– Sí, fijáte, y esto acá se llama drapeado…
– ¡Mirá vos!
– Si habré hecho vestidos en mi vida. ¿Tenés idea cuántos?
– Ni idea…
– Yo tampoco, pero un montón seguro. De novia, madrinas, de quince, que ahora se usan mucho con estas telas antiguas- continuaba Emilia hinchada y soberana en su mundo de la costura, que era de lo que más sabía en la vida.
– ¡Es precioso! Y este color, tan… tan…  ¡provocativo! –  intervino Nilda, la más joven de todas y continuó – ¡No me imaginaba a la abuela usando este tipo de vestidos!-  e hizo un gesto de contoneo con el torso como felino en celo, guiñándole un ojo a Herminia.  Nilda no se parecía en nada a la prima mayor. Más bien, eran extremos opuestos. Pero de lo mismo, como el odio y el amor.
Herminia la miró con esa mueca extravagante, llovida, de comisuras estiradas, donde naso y entrecejo, confundidos, definían una sucesión de montañitas abúlicas y largó una risita tonta, pero Emilia, como de costumbre, saltó como leche hervida.
– ¡Ahí está, otra vez la degenerada!  ¡No te curás más vos, siempre con la croqueta podrida!- y arrancó con el tic del párpado izquierdo que le venía cuando sacaba chispas de enojo.

– ¿Qué dije ahora, qué tiene de malo, ché? – Todas somos de carne y hueso ¿O no? buscando la complicidad de Herminia.  -Acaso pensás que la abuela nunca…-
– Más respeto con la abuela, chee… ¡Que en paz descanse!- dijo santiguándose.
– ¡Uy, yo no sé, pero a veces pareciera que ésta tuvo los cuatro pibes de un repollo! esgrimió Nilda.
– ¡Claro habló la liberada! Taanto diván te está arrrruinando el poco seso que te queda detrás de esa  melenenita colorada- replicó Emilia, al rojo vivo y con el tic a toda velocidad.
Nilda, jugando a la gran Marilyn pelirroja, ya empezaba a acusar la comezón del séptimo año, que, si bien tampoco le daba crédito a la creencia popular, algo le picaba. Un día el profesor de Latin Dance, otro el chico del Videoclub y siempre un alma generosa para aventar su consuelo. Ahogado en la vorágine de papeles de su oficina de seguros, su marido era un típico «workholic», textuales palabras del terapeuta de Nilda, que por cierto, siempre eran sagradas.
Y así comenzaban las peleas con uñas, dientes y trapitos al sol. Riñas breves, pero contundentes de esas que afloran del rencor o del aburrimiento. Festines del cual Herminia, a quien de chiquitita apodaban la Ñata, se mantenía al margen. Se las bancaba porque eran sus primas, porque las quiso siempre. La Ñata, que recién había atravesado la barrera de los cuarenta (edad en que según Dorotea, su amiga tarotista, una entraba en algún tipo de crisis por culpa de Urano), no era amiga de esos conventillos. Frente a esas situaciones quedaba más muda que una tapia como si la sangre no le corriera por dentro, hasta que la batalla final barría los últimos despojos y todo volvía a la normalidad.
Esa tarde, mientras el ruido de voces de fondo se acrecentaba, la Ñata comenzó a desvestirse y, tranquila, descolgó la prenda de la percha. Bajó poco a poco el cierre, que estaba duro por la falta de uso y se fue metiendo. Puso un bretel, el otro y la noche se le abrió adentro. Un calorcito, casi cosquilleo, acarició la base  de su columna vertebral. En «in crescendo» ascendió a lo largo de la espalda como una ola tibia, estrellándose contra la nuca. Voces ululantes con un llamado arcaico, casi tribal invadieron sus sentidos, enredadas con las otras, las del pasmoso sonido de la disputa. El vendaval se desplazó feroz por todo el cuerpo y, antes de extinguirse,  salió disparado por la garganta:
– ¡Pero bastaaaaaaaaaaa! ¡Hasta cuáaaando van a seguir con estas pendejadas ustedes! ¡Es que no van a crecer nun..!- y se tapó la boca, sorprendida por sus propias palabras.
En el silencio tórrido, gelatinoso que inundó la tarde de verano, como la pausa de un videoclip, las tres estatuas de hielo comenzaron a derretirse. Al cabo de unos segundos Nilda comenzó con los aplausitos. – Bieenn, bravoo. ¡Es la primera vez en la vida que te veo reaccionar así! Siempre creí que no corría sangre por tus venas primitaaaa- y seguía aplaudiendo. La otra desenfundó la trompa hasta tocar el piso, se cruzó de brazos e hizo mutis, es decir salió de la habitación como un meteorito inflamado, atravesando la atmósfera. Jamás habían presenciado algo tan visceral de esa boca. Esa noche en su cama, hipnotizada con el ventilador de techo, Herminia vislumbraba  un dulzor súbito, desconocido que no le era ajeno.
-¿Y?- preguntó Dorotea ventilando los ojitos de almendra, con sus pestañas alquitranadas, corvadas a la fuerza por el rimmel.
– ¿Y qué? Mmmm, ¿no están un poco húmedas estas galletitas?
– Son así, son de algarroba. Pero, dejá de masticar y contestáme Hermi. ¿Nada más?
–  Crunch, crunch, ¿Qué más querés que te cuente? No están mal…
– Pero contáame, qué pasó, qué hiciste, algo debes haber hecho.
– Nada, te digo que me lo puse y listo. Ahí nomás aparecí en ese lugar.
– Si ya sé el salón enorme, bailaban algo parecido a un minué, pero vos¿ dónde estabas?
– En un rincón, como si observara todo de afuera, era yo pero no era yo…
-¿Cómo?
– Me sentía rara. Bajé la vista y vi la falda gigantesca  y unas manos  blanquísimas y dedos frágiles. No se parecían en nada a estos – continuó Herminia mirándose las manos. – Ahh y tenía un abanico. ¿Viste  esos que se ven en las vitrinas de los  museos?
– ¡Impresionante! Seguí, seguí… la incitaba Dorotea, chupando el mate con ganas.
– Todos venían a mí, a saludarme, como si fuera alguien importante.  Y estaba un poco más alta que el resto. Cuando llegaban se inclinaban en una reverencia,  con esas pelucas blancas de las películas. ¡Taaan ridículas, qué gracioso! – Herminia se tentó y no podía parar de reirse.
– ¡Daale che! ¡Yo que estudié de todo, control mental, meditación, que se yo ya ni me acuerdo. Fui a cuanto seminario pude las veces que vino Brian Weiss y nada ¡Toda mi vida quise tener una experiencia así! Y vos, con esa cara de yo no fui me venís a contar que te ponés un vestido de  la finada y tenés una regresión espontánea...
– ¿Vos creés? Te juro que no pensé en nada. La verdad, te digo, que es muy raro todo. Nilda se lo probó y le bailaba, por lo flaquita. A Emilia no le subió el cierre y parecía un embutido.
– ¿No notaste nada raro? preguntó Dorotea más inquisitiva.
– Te digo que no,  a ellas no les pasó nada.  De lo mío ni les comenté, porque sabés como son…
– ¡Si lo sabré! Te dije mil veces que te juntes menos con esas dos, te cortan todo…
– Mirá Doro, según la metafísica nada te corta nada si vos no le das lugar a que te lo corten con el pensamiento-  manifestó la Ñata haciendo gala de una gran convicción y hasta le había cambiado la voz.
– ¡Epa, epa! Mírenme a la señorita que ahora me contradice y todo. Sí que estás rara vos cheee. ¿Eh? Pero la verdad me gusta, me gusta…
– Sí ¿sí? – contestó Herminia bajito, soportando esa dualidad de bolsa de gatos  o mostruo de dos cabezas, que la zamarreaba de un lado a otro esos últimos días.
– ¿Querés que hagamos una tiradita a ver qué pasa? preguntó Dorotea acariciando las cartas de tarot.
– Mnnn no sé… ¿Vos creés?
Dorotea mezclaba y mezclaba el mazo, con los ojos cerrados. Unas palabras ininteligibles fluian de su boca. Al cabo de la plegaria ordenó secamente:
– Descruzá las piernas y cortá.
– Ahhh, bueno, bueno..-  pegó un suspiró después de la primera carta y, apoltronando sus carnes en el asiento, comenzó a colocar una tras otras las imágenes que caían como estampas sobre la mesa.
– ¿Qué? ¿Qué pasa? Me ponés nerviosa, no empecés con los misterios gorda.
– ¿Qué querés que te diga? Esto está muy…
– ¿«Muy» qué, Dori? Daalee que me empiezo a comer las uñas y no quiero, vos sabés lo que me costó dejar de com…
– ¡Shh! Pará un poco que no me puedo concentrar.
La Ñata se quedó tildada por una fracción de segundos y se mimetizó con la pared, blanca.
– No, no es que te vas a morir, Ñati, quedáte tranquila. La carta de la Muerte aparece cuando hay un cambio profundo en la vida de una persona o cosas así.¿Entendés?
– Acá estás vos… ¡Upa, salió la Emperatriz! Mejor dicho, hacia donde vas. A ver, a ver, qué más tenemos. Un hombre, sí. ¡Síííí! ¡Viene un hombre!
– ¿Un hombre?- Herminia con los ojos atravesados.
– Sí nena, y por lo que veo… Mnn, dejáme sacar otra.
– ¡Este tipo tiene todo lo que tiene que tener, mi querida!
– ¿Qué querés decir?
– Nena, sos medio lenta . ¡Un hombreee con todas la leeetras! ¿Entendés?       – ¡No como toda esa sarta de nabos que conociste hasta ahora ¡Perdoná mi franqueza!. No me mirés con esa cara de carnero degollado…
Después de un silencio aclaró – Te digo que más de una se va a retorcer de envidia. Sí, acá salen dos minas. Jodidas las dos, que te van a tirar muy mala onda. Ya sé que vos no crees en la mala onda, pero no les va gustar nada te digo. A ver, a ver- sacando más cartas.
-¡Son dos yeguas éstas, eh! Vos sabés que yo no me puedo callar.  Te vas a tener que cuidar de estas dos. Mucha protección, chiquita, mucha.
– ¿Para taanto? Me dá miedo todo esto. Yo que estaba tan tranquila en mi vida…
– Creo que no entendiste nada, ¡Ñatín, reaccioná mamita, reaccionáaa! Te va a cambiar la vida, te va a cambiar la vida – repetía Dorotea tan exaltada que se salía de la vaina. Después prosiguió con las indicaciones del caso.
– Ahora, te voy a preparar un  frasco de flores nuevas y te voy a decir lo que vas a tener que hacer todas las noches antes de irte a dormir…-
La tarde del sábado expiró lenta. Un aire nuevo había embriagado el departamento. Salieron a tomar fresco, un paseo por la placita de Serrano aquietó un poco los ánimos. Esa noche, se quedaron en el balcón hasta tarde, escuchando música, hasta que las venció el sueño.  Antes  de ir a dormir, Dorotea le hizo el último comentario.
-Nena, estáte atenta, porque vas a soñar con él. No me mirés así. Y en el sueño vas a tener una señal…
-Pará un poco, gordi, mañana seguimos… ¿cómo una señal, qué señal? preguntó la Ñata abrazando la almohada con los párpados que se le iban al subsuelo.
– No sé, esas cosas que a mí me llegan de repente, te lo tenía que decir.
– No te entiendo…- apenas murmuró la ñata.
– Dormí, dormí…

El timbre espantó el sopor de la mediatarde.
-Señorita, señorita- se oyó la voz masculina irrumpiendo en el Estudio, mientras Herminia ordenaba los biblioratos en el estante. Se dió vuelta y lo vió. Canoso, de ademán pulido, solicitó que lo anuncie. Un cosquilleo imperceptible, casi atrevido, la recorrió y comenzó a transpirar. La pila de biblioratos que cargaba terminaron desparramados en la moquette.

– ¿La ayudo? – preguntó por cortesía, al tiempo que levantaba junto a ella los carpetones y papeles.
– No, por favor, no se moleste – repetía Herminia que a esta altura le temblaban hasta las ideas.
-¿Su… gracia? Así lo anuncio.
– Federico, Federico Robertson Diaz. Vengo por una consulta con el Dr. Larrazábal – continuó el señor con la sonrisa puesta en los labios.  Ella, intentó tapar esa torpeza que le avanzaba de adentro como una catarata, como si esos ojos, los de aquel desconocido la hubieran partido en dos, dejando al descubierto un río de vulnerabilidad.
Ese día y los subsiguientes aquellos ojos no la abandonaron. El porte enigmático, atemporal de aquel personaje de barba plateada, lo tenía visto en algún lado. La misma tarde cuando volvía para Palermo en el subte, se acordó del sueño que había tenido hacía unos días, en el que un hombre robusto, de cabellera gris le decía, -"Eres mi bella Herminia, la que siempre soñé, la que siempre esperé..." Pero la cara del sujeto jamás la recordó. A Doretea todavía no le había contado nada.
Emilia fue la primera en llegar esa mañana. Recibió a los de la inmobiliaria, con su habitual humor alimonado y les dió las indicaciones para que pusieran el cartelón en el frente. Al rato Herminia llegó con  un termo  y un paquetito de la panadería en la mano. Detrás Nilda, con la expresión  rígida de una sombra trasnochada.
– Menos mal que ya terminamos con todo esto, esperemos que se venda lo antes posible. La verdad, estoy un poco cansada de andar mudando cosas- se quejó Emilia terminando de juntar en un rincón la basura del piso.
– Vení, negra, largá la escoba y tomáte un cafecito- la invitó Nilda con el vaso humeante de Dolca recién hecho.
– Y vos… ¿no tenés nada para contarnos? se dirigió a la Ñata que estaba en la ventana como ida, con una medialuna en la mano.
– ¿De qué? contestó a desgano la Ñata.
– ¿Cómo te fue con el viejito almidonado?
– Federico, te dije que se llama Federico. – Herminia sin dejar de mirar por la ventana.
– Bueno, como se llame. Ya fue a la casa y todo. La llama todos los días, la lleva al cine, a cenar y ya va como un mes ¿no? pero dice que son amigos nomás já y yo, me chupo el dedo.
– ¡Neena! ¿cóomo lo invitaste a tu casa? – saltó Emilia a lo sargento.
– ¡Uf! No empecés, dejála que cuente, si encima cuesta sacarle una palabra con tirabuzón y vos la reprimís…
– ¡Es que con las cosas que pasan! ¿No ven los noticieros ustedes?  Emilia mordisqueando una tortita negra.
La Ñata no quería largar prenda y las otras dos se empezaban a montar en la curiosidad, creciendo y creciendo sobre Herminia que, a esta altura, se veía cada vez más chiquitita.
– Es que, se me había roto la persiana y… él vino a arreglármela. Eso fue todo.- explicaba la Ñata .- Se dá maña para todo con las manos y se ofreció a hacerme un par de arreglos en casa que…
– Ah ¿Sí? ¿Cómo le dicen? ¿Mac Giver?- irónica, interrumpió Nilda mientras encendía un cigarrillo.
A Emilia  se le escapó una carcajada histérica que hizo eco en el caserón vacío.
– Sí, ¿cómo sabes?- respondió la Ñata dándose vuelta.
Las risas se conviertieron en mohines estértoreos que se fueron disipando hasta el silencio.
El humo se expandía a bocanadas, empañando el aire, alimentado ahora, por los dos escuerzos que empezaban a mirar a Herminia de reojo.
– Y vos, ¿pensás que a esta altura te va a hacer el novio? Yo que vos no me haría tantas ilusiones. Mirá los tipos hoy comen y se van. ¿Se entiende? Aparte, un tipo así, soltero, con buen pasar, seguro no quiere más compromiso – consideraba Nilda con aires de mujer experimentada.
– ¡Te equivocás, él no es de esos. ¡Es distinto! – respondió Herminia, abriendo la ventana con poca parsimonia.
– Sí claro, es el principe azul. Bajá nena, el hombre ideal no existe. ¿O no Emilia?
La prima mayor como perorata de tía de antaño dió incio a  su sermoneo.
– Mirá querida, todo lo que te decimos es por tu bien, para que no sufras, porque hoy día con los hombres no se sabe. ¡Antes todo era tan diferente! Una se ponía de novia y hasta que el tipo te pusiera una mano encima, años, además hasta ahora jamás nos equivocamos cuando te dimos  un consejo… – después de ese remate hizo un impase buscando los ojos de Nilda.
Las dos continuaron pregonando peligros y desafíos que como trampas mortales devorarían a la inocente Herminia antes de que cante un gallo. Sin poder meter siquiera un bocadillo, las dejó hablar hasta que la paciencia se le empezó a escapar por las orejas, los codos, los poros de la frente y por efecto compensatorio del principio de Arquímedes hubo una última gota que exasperó el delicado equilibrio que la mantenía en la silla y se levantó en un disparo.
-¡Me tengo que ir!- cortó drástica el monólogo. Sin más, en una media vuelta, resuelta, enfiló hacia la puerta de calle. Antes de salir las miró y lanzó su última frase a modo de sentencia:
– ¡Ustedes dos, me tienen los ovarios por el piiiisooo! – Y se escuchó el portazo.
– Y a ésta ¿qué le pasa? ¡Jamás la ví así! ¡Qué desagradecida! ¡Una que le habla por su bien!
– Herminia está mal, muy mal, te lo dije, para mí necesita ayuda urgente, ya mismo llamo a mi terapeuta…
En la neblina del cuarto quedó flotando un panadero, unica víctima  atrapada en la creciente nube que, amenazante y silenciosa se cernía bajo el cielorraso.
Herminia caminó abriéndose paso por Santa Fe, con algo de humo en la garganta. Lo que nadie llegó a saber fue que una vez más el vestido de organza le había dado una cita el día anterior. Cita que transcurrió sin pena ni gloria ante el espejo. Aunque más tarde, un gran cansancio la arrastró temprano a la cama. Como una mole se derrumbó en el sueño y la noche se bañó en sudores en medio de una pegajosa ronda de pesadillas. Un rayo de luz distinto había irrumpido por la hendija esa mañana.  Extrañamente la opinión de las primas ya no le importaba.
La certeza, cada vez más cercana, la catarsis llegando a su fin.
Esta noche, Herminia Maria de los Angeles Rincón, la última soltera y a escondidas de sus primas, ha llegado a la casa de la abuela a probarse, por tercera vez, ese raro vestido de antaño. Federico, ansioso, la espera en el auto. Sin disimulo cogotea hacia un lado y hacia el otro, hasta que la vé. Un haz de luna baña el empedrado y dibuja un camino hasta los pies  femeninos que, desnudos, abandonan la casa donde un halo de incienso y un candelabro caído son apenas un vestigio. Como si flotara en el aire, una princesa, Herminia camina sigilosa y se sube al auto. Los labios se rozan, apenas.  El manojo de luna se expande como un portal silencioso y se adueña de la escena. El auto se aleja por la calle empedrada.
En el recodo de una ruta, lejana y sin nombre, el lucero vigila y el alma sueña despierta.

La Enamorada del Balcón (rescatado de un antiguo blog)


Estos cuentos fueron rescatados de un antiguo Blog mio, ya abandonado, Cuentos en sincronía,  en donde publicaba con el seudónimo de Ariadna Baez. Aquí va el primero...

La Enamorada del Balcón

 «El hombre en su esencia no debe ser esclavo,  
ni de si mismo ni de los otros, sino un amante.
Su único fin está en el amor.»
Rabindranath Tagore

 

En mis sueños, vivo enredada en los hombros de mi amado, en un abrazo interminable. Perduro pegada como una sombra a su piel fría, de mármol, que entibio con pasión.
Él, que todo lo ve a través de mis ojos, respira también por mis poros. Somos como el cauce y el agua del río, él me sostiene yo lo alimento. A simple vista parecemos uno solo, verde, esponjoso, de ramas entretejidas en formas arquitectónicas y redondeadas en las que las manos del hombre poco tienen que ver. A simple vista, no se distingue dónde termina su cuerpo y dónde comienza el mío.
Mi balcón y yo conservamos una historia. En nuestra intimidad llevamos un secreto y fuimos testigos, sin querer, de las veladas de aquellos amantes prohibidos. La mayoría supone que aquella noche, la del juramento de amor eterno, fue la última. Se equivocan. Hasta hay quienes sospechan que todo sea irreal y que la historia sólo pertenezca a la prolífica imaginación de un notable hombre de letras. Nosotros conocemos la verdad.
Enamorada del muro me dicen. Me confunden con mi prima segunda, la hiedra, pero yo no soy de aquí. Quiero decir, mi origen está en otro lugar, otro universo. ¿Que cómo llegué aquí? Eso es parte de mi secreto, tal vez algún día, si tengo ganas les contaré.
Me causa gracia la manera en que el humano me definiría si supiera que vengo de otra parte.
Es que ellos creen que todos llegamos en naves voladoras. Si tan sólo supieran que ninguna especie animal pertenece a este planeta...
Pero, claro, cómo podrían averiguarlo, si no entienden su lenguaje. Ellos, los enamorados que poblaron mi balcón, tampoco eran de aquí.
Cada otoño mis hojas se desvanecen, se esfuman llevándose algo de mí, pero no mis siglos ni la memoria que no me falla, e intacta evoca, cada tanto, aquellos besos furtivos que ensayo con mi amado, en sueños.
Un anhelo enciende mi corazón cada amanecer y mi savia vibra desde hace tanto. Aunque el pueblo y la gente ya no sea la misma, ni siquiera mi voz y esta manera moderna de hablar que he adquirido a través de los años.
Aún tengo presente su expresión en aquella madrugada lejana. Cuando lo ví llegar, tímido y vacilante, un trueno sacudió los cimientos y entonces supuse que nada sería lo mismo en esta casa. La sensación se acrecentó cuando los observé juntos por primera vez y una música funesta, aletargada como un quejido, se oyó a lo lejos. Cuando se encontraban, nada podía perturbarlos y en menos de un segundo el resto del mundo era el reflejo de un suspiro.
Él, rubio, enjuto y delgado, de mirada ardiente, brillaba como un adonis sobre su montura.  Refulgente como el sol que enmudece los ojos, asi era mi muchacho. Muchos fuimos testigos del sentimiento que nació cual brisa pura en la mañana.
Ella, mi pequeña y pálida niña, comenzaba con un modesto temblor, casi imperceptible, al aproximarse el momento del encuentro que se repetía, más a menudo de lo que todos saben. Lo disimulaba mientras mordía, casi con desdén, un bucle rojo. Ese delicado bucle que rebelde, se deslizaba y caía sobre una de sus mejillas rosadas,  encendidas como nunca, efecto que se desvanecía con el correr de las horas, tras la ausencia.
A pesar de la felicidad de los amantes, mis días se iban opacando, nublados por un presagio oscuro, casi profético, que se me había ido instaurando de a poco, como una astilla clavándose más profundo por adentro.
En estos días, ni siquiera los gondoleros han conservado ese espíritu. Ahora trabajan para los visitantes. Antes su canto era un arte, como el pájaro que celebra las horas del día. Nada es lo mismo, ni el río, ni la gente, ni el pueblo que ahora lo llaman ciudad. Venecia también se ha poblado de extrañas figuras que inundan las calles, ávidos de no sé qué.
Aquí, en mi Verona natal, muy pocos son los que llegan y perciben la magia del lugar. La remanencia de aquellas presencias, está en el aire todavía y se les mete en la sangre por un rato y los hace estremecer. Enternecidos se abrazan y besan tomados de la mano sobre el empedrado. Y aquí en mi balcón, para la foto. Yo los envuelvo con mis suspiros. Para que ese amor sea eterno. Siempre y cuando lo que los motive sea genuino. Y esto último valga un acento. De otra manera, un leve escozor los rozará y pasarán de largo, y tarde o temprano sus historias tendrán diferentes rumbos.
Más de uno llega distraído pero enseguida percibe el entorno. Un golpe seco y la caricia del aire que los deja perturbados. Se les nota en los ojos ese brillo especial. Es una especie de código que sólo pueden descifrar quienes son capaces de vulnerarse al amor.
Sino lo conoces, nunca te enterarás de que existe y no comprenderás de qué se trata.
Como si yo me pusiese a disertar sobre la montaña y sus nieves sempiternas. ¿Qué puedo saber yo de eso, que no he salido de al lado de mi amado? Aunque, algo sé, gracias a la lluvia, que es curiosa, se mete por todos lados, luego viene y me cuenta. Entre nosotros, ella fue la que me ayudó a que esta historia fuera escrita y no se perdiera. La que inspiró al poeta en sus noches de insomnio, golpeando cansina y rítmicamente contra los muros de su alcoba.
Todo sucedió así, tan real, tan efímero. Por supuesto, sus nombres no fueron aquellos con los que se hizo famosa la tragedia de Romeo y Julieta. Ni tampoco trascendieron otros detalles como el hecho de que ellos podían entender el lenguaje de las golondrinas.
Es que el escritor obvió un fragmento de la verdad, por dos motivos, a mi entender bastante comprensibles: uno, porque lo atribuyó a su veleidosa fantasía. El otro, por un temor acérrimo a que lo tomaran por lunático.
Los días previos al desenlace transcurrieron raudos, como el instante mismo antes de la muerte. Aunque sea una palabra que no me gusta, debo usarla. Mi amado dice que exagero, pero no sé qué es la muerte. Renacer es el único sentido que encuentro a esta existencia.
He perecido sí, ante el flagelo del tiempo. Pero siempre un retoño ínfimo, minúsculo, escondido entre las sombras de las vísceras de mi muro, vuelve con toda la fuerza, dando cuenta del misterio de la vida. Un misterio que el humano todavía no ha sido capaz de develar. Por eso nunca me he ido del todo, como ellos...
Por estos días tenemos un viejo cuidador, un poco cascarrabias el hombre, cuyo único entretenimiento consiste en recortarme con una tijera gigante y luego acomodar mis hojas.
El viejo jardinero no entiende de mi amor, y se empeña en dejarme prolija en los bordes, para que los extraños se lleven una bonita impresión del balcón de los enamorados, dice. Mientras yo me estiro y me esfuerzo para llegar a abrazar a mi balcón.
La leyenda, si es que puede llamarse así, ha trascendido las fronteras de mi tierra, lo sé. Los detalles que aquí develo son inéditos, los he guardado para mí, hasta hoy, pero considero que ya es tiempo.
Ellos están aquí.
Sé que nadie puede verlos más que yo. Bueno, mi amado y yo. Y el pordiosero que se sienta a los pies de la estatua, el pobre tampoco es de acá. El también los ve. Nadie le cree porque hace años lo dieron por loco.
Ella, mi niña, me despierta cada mañana con su risa etérea. Acaricia mis hojas y me observa. Cuando él llega, radiante como un ángel, la toma de la mano y se van flotando en el viento. No se alejan demasiado. Llegan hasta alguna nube y pasean sobre el río, en nube.
Los besos que se dan, caen como gotas de rocío, diminutas, incesantes sobre los recién llegados.
Son esos besos los que perduran, eternamente, en los enamorados.



jueves, 11 de febrero de 2016

Memorias del Buen Discípulo



 Hubo una vez un hombre de semblante pálido y mirada triste que entró a un Templo.
Con sus ojos cerrados y en silencio, sentado en posición de loto frente al altar, se encontraba el Maestro.
El hombre se quedó un rato observándolo y al ver que el Maestro no notaba su presencia quiso llamar su atención.
- Disculpe…
El Maestro siguió meditando como si nada hubiera sucedido.
El hombre insistió:
- Perdón, ¿podría interrumpirlo?
El Maestro con extrema lentitud comenzó a erguirse y poco a poco abrió sus ojos. Luego de unos instantes, que al hombre le parecieron interminables, le respondió en calma:
- Pides permiso para interrumpir…  Ya has interrumpido…
 - Bueno, disculpe usted, es que necesito hablar con alguien antes de hundirme totalmente en la desesperación. Necesito que me ayude, estoy muy apesadumbrado, triste, dijo el hombre con voz lánguida.
El Maestro, continuó con su expresión contemplativa y se dispuso a escucharlo.
- Cuéntame, le dijo.
El hombre comenzó a relatar el derrotero de sus días, lo que él llamaba la historia de su mísera vida. De su pelea con sus hermanos por la casa que habían dejado sus padres al morir. De su mujer que lo había abandonado por no ser capaz de traer el sustento cotidiano para mantener a sus tres hijos. Que sus niños ya no querían verlo. Habló de su negocio compartido con su hermano mayor quien lo había estafado. Y deshojó una a una todas sus penurias ante el Maestro, quien lo contemplaba paciente e imperturbable.
Lo oyó un buen rato sin decir una palabra.
El hombre terminó de hablar y el Maestro permaneció en silencio y bajó la vista.
-Bueno, soy el hombre más desdichado del mundo y usted ¿no me va a decir nada?
Por favor, insistió, - ¡Ayúdeme! Deseo cambiar mi vida, agregó desesperado.
El Maestro continuó en silencio, esta vez contemplando algo más allá sobre la cabeza del hombre. A lo lejos se oía el tintineo de unas campanas y el sonido del agua  de la fuente cayendo en cascada sobre un pequeño montículo rocoso, en la entrada del Templo.
El hombre ya se estaba impacientando.
- Muy bien, dijo por fin el Maestro, y agregó - Ven todos los días, a las cinco de la mañana y te enseñaré algo.
El hombre volvió al otro día a la hora que le había dicho el Maestro, quien lo invitó a quedarse en silencio un buen rato, sentado junto a él, frente al altar. El hombre quiso hablarle pero el Maestro le dijo que debía permanecer en silencio. Al despuntar el mediodía se despidieron hasta el otro día.
Así transcurrieron unas cuantas semanas, hasta que un buen día el hombre le preguntó al Maestro para qué lo hacía ir todos los días a permanecer en silencio. Que eso, no lo había ayudado en nada. Que su vida seguía siendo tan mísera como antes, y encima de todo, que no podía contarle sus problemas para que él lo ayude...
- Eres libre. Puedes irte, y no volver.
- Pero usted dijo que me ayudaría y yo le creí.
El maestro permaneció impasible durante largos minutos, mirando hacia los ojos del inmenso Buda que se erigía en el altar, rodeado de velas e inciensos recién encendidos.
- El hombre, ya muy molesto alzó la voz: - ¡Usted es un embustero! Me ha mentido, no me ha ayudado en nada.
Con inmensa compasión y una media sonrisa en los labios le respondió:
- Tú me pediste una solución a tus problemas, y te invité a disfrutar de la contemplación y el silencio. ¿Qué mayores tesoros podía ofrecerte? Luego agregó: Tú sólo me has insistido día a día, que te escuchara… Entonces comprendí que no deseabas una solución a tus problemas. Sólo deseabas que alguien te escuche...
- La ayuda que buscas, está en ti no en mí.
- Ve y háblale a la roca, cuéntale lo mísero que eres. Llora y descarga tu furia y tu tristeza con el viento, golpea la tierra y derrama tus lágrimas en el polvo.
-Cuando estés agobiado de tanto llorar, y cansado de sentirte el más mísero de todos los hombres, entonces ahí regresa. Sólo cuando sientas desde las entrañas de tu corazón que ya no quieres vivir más así, como un despojo de hombre. Sólo entonces regresa…
-Recién ahí podré guiarte para que puedas encontrar en el fondo de tu ser la luz que tanto anhelas.

Adriana Alfonso 


sábado, 18 de abril de 2015

Microcuento - Los resucitados


Resucitaban cada noche.
El amanecer los sorprendía abrazados a la estatua de Gardel, perdidos en un sueño profundo. Entrada la mañana, con el ruido de la ciudad, parecían ir despabilándose.
Prolijos, acicalados tomaban el subte para llegar a horario, a sus trabajos. Ellos, de traje azul. Ellas, de chaleco gris y tacones. Un andar robótico los encaminaba a su destino.
Tras la frialdad de los ventanales de oficina, permanecían inmóviles, petrificados  como maniquíes vivientes hasta esperar alguna señal. El sol cayendo tras la línea del horizonte encendía un brillo en sus ojos.
Se acercaba la hora.
Cayendo la noche, los compases de un tango lejano se hacía un eco ineludible que irrumpía en el manto empedrado. 
La melodía, cadenciosa, les acariciaba la piel hasta embriagarse. Se iban cortando. Se iban quebrando.
Encajes y chambergos, seducían los aires de la noche porteña, que ellos mismos creaban en cada acople de su danza.
Entre risas, tomados de la mano huían por el callejón del Caminito. El mismo que los conducía, directo, hacia los patios de la Milonga.


Microcuento - ¿Querés ser mi novia?

El universo paralizó su máquina del tiempo cuando en la playa, posé mis labios en los tuyos. Temblé como un niño, aunque ya tenía 13. Seguramente,  un rubor tibio habría subido por mis pómulos. El nácar de tus mejillas, en cambio, olía a rosas, y casi nada podía acercarse más a la felicidad que ese instante. ¿Querés ser mi novia? alcancé a susurrar tímidamente y te tomé de la mano. Me miraste y esbozaste una sonrisa tenue, y en la profundidad verde de tus ojos se iba anclando mi alma. Como una bendición comenzaron a caer las gotas. Con mi saco te cubrí de la llovizna, y abrazados nos alejamos por las dunas doradas.
Suelo escribir tu nombre en la arena, cuando por las tardes contemplando el crepúsculo y las olas romper, dejo volar mi imaginación recreando ese momento perfecto cuando te pregunte:  ¿Querés ser mi novia?

Microcuento - Ironías

        
            Cuando ella viera su dibujo sobre la Venus de Milo, pensó que se enamoraría de él a primera vista. Dos horas en el tren y ni habían cruzado palabra. El retocaba la ilustración con su grafito, mientras ella parecía perdida en el paisaje. La imaginó tímida bajo esos anteojos negros y se aseguró que el dibujo se viera bien de costado. Su arte era su arma de seducción, lo sabía.  Poco antes que sonara el silbato del tren ella abrió la cartera para sacar algo. Desplegó con parsimonia su bastón blanco y lentamente se incorporó. Mirando a la nada le dijo - ¿Podría guiarme para bajar en la estación?


sábado, 11 de abril de 2015

CUENTO: PACTO DE ALMAS

...La verdad es que no tenemos  por qué llorar a los muertos. ¿Por qué habríamos de hacerlo?
 Están en un lugar donde no hay sombras, oscuridad, soledad, aislamiento ni dolor.
 Están en casa. Están con Dios, de donde vinieron...
Anam  Cara El libro de la Sabiduría Celta
John O´Donhoue
        
         La noche viuda entrega su manto de terciopelo. Protectora, guía a las sombras que se esparcen por doquier en el antiguo caserón colonial. Voces sordas y silencios animados recorren el patio. Los baldosones, desdibujados por tantos años, tienen sed de rocío. En un claro de luna, la figura del aljibe, estampa virtual de un pasado remoto, se enaltece en la quietud. Por las hendijas de la persiana de una de las habitaciones, la luz ya no se ve.  Morena y Santiago duermen.  Ellos desconocían la historia de la casa cuando la compraron, tres años atrás.
         Desde que visitaron Tandil por primera vez, sólo quisieron vivir allí. Adiós locura urbana. Chau Buenos Aires. Cuando se instalaron, todo reverdeció en la vieja morada. La vida y el color retornaron. El aire se contagió de olor a ternura, de gozo de amantes recién casados. Y pronto fueron tres...
         Es la hora del ensueño. En medio del susurro de los grillos se oye una voz.
-¿Hola mi mohoso amigo? ¿Cómo estás? Era Francisquito que estaba apoyado en el aljibe.
-Ho... hola -contestó el aljibe un tanto atónito. -¿Qué hace usted aquí después de taanto?
         -Podés tutearme, Joshe -respondió el niño divertido, sentado en el borde, balanceando sus piernas.  -Seeñor, le he dicho muchas veces que tengo nombre y apellido, no soy Joshe, a secas-
          -¡Aahh!, sí, perdón, no quise que te enojaras. Pero... ¿Cómo era? El aljibe contestó con un tono serio y apesadumbrado:  -Soy el aljibe de la casa de la familia Gutiérrez Vidal.
           -Uy síiiii y yo soy Francisquito Gutiérrez Vidal... ¡no es para ponerse tan seriote, mi amigo! y se oyó una carcajada.
-Señor, creo que usted está tratándome un tanto socarronamente.-
           -¿Socaquéeee? -preguntó el pequeño sin dejar de hacer muecas con la boca y la lengua sobre el reflejo del agua. 
-Bue, bue, bue, vayamos al asunto ¿Qué lo trae por aquí? ¿A estas  horas?-
Francisco comenzó a explicar su inesperada visita. -Verás, en el lugar donde vivo ahora no hay tiempo para dejar de jugar, nunca es de noche, y está lleno de plazas, areneros,  payasos y juegos por todos lados. Las palomas, los canguros y los delfines juegan con nosotros y hasta tengo un caballito de mar...- 
          -¡Qué hermoso! -dijo el sorprendido anfitrión imaginando aquel mágico lugar.
-Pero, ¿entonces?-
-Lo que sucede es que tenía que venir, tenía que venir...- repitió el niño.
          Las palabras se perdieron entre la brisa nocturna. Bajo la escalera de caracol, Bufoso, el cachorro ovejero, dio tres vueltas y resopló antes de acurrucarse sobre el trapo de piso. Después se quedó espiando de reojo la extraña conversación.  De repente, un chirrido. La puerta del comedor que daba al patio quería abrirse. Mejor dicho, se estaba abriendo.  Se veían las manos de Nahuel empujando con esfuerzo. Primero la puerta, luego el mosquitero y... lo logró. Salió  dando tumbos con sus pasos tambaleantes. Una risa de júbilo  se esparció por el zaguán. Daaa da daaa. Miró el banquito de madera. Lo arrastró y lo llevó como un carrito. Daaa da. Lo puso pegado al aljibe. Daaa dáa y se trepó nomás. Nadie sabe cómo pero apareció paradito, justo en el borde.
         Nahuel era un pequeño revolucionario. Solía treparse con la silla a la cocina tratando de encender la hornalla con el chispero. Más de una vez fue sorprendido antes de saltar por la ventana hacia el patio, después de haberse subido a la mesada. O lo habían encontrado sacando todos los cubiertos de los cajones. Tal vez podría intentar probar el gusto de las monedas, los botones o cualquier otro elemento a su alcance que fuera digno de llevarse a la boca. Buscador incansable de aventuras, ya una vez se había fracturado un brazo, hacía tres meses, por querer pasar de su silla al sillón que estaba a un metro y medio de distancia. Justo el día que cumplía un dos años.  Pero eso no lo detuvo, cuando lo trajeron de la clínica con el yesito andaba correteando por todos lados, dándose nuevos porrazos.
         En medio de la monotonía del ambiente nocturno, Nahuel estaba dando un concierto de entrecasa. Manoteaba el balde de chapa que estaba apoyado boca abajo en el brocal. Los brazos invisibles de Francisquito sostenían al chico para que no cayera.  Lo tuvo así hasta que fue rescatado. Bufoso, que desesperado no paraba de ladrar, e iba de un lado a otro del patio, hizo, junto con el barrullo,  que los padres se despertaran.
           Cuando Santiago llegó y vio la escena, se quedó mudo y pálido como su camiseta. Las gotas de sudor comenzaron a bajar por sus sienes. Detrás llegó Morena, que casi se desmaya.  Lanzó un grito ahogado: Nahue...
 -Shhhhh, no, no  mi amor, se puede asustar- recomendó el padre.
-¿Qué hacéemooosss?-
         -Esperá... yo me encargo, tranquila - dijo Santiago  mientras iba acercándose despacito. Nahuel seguía entretenido con su ruidosa sinfonía. Miraba a los papás y sonreía. Daaa Da
-¡Hoola bebé!  Vení con papi- dijo Santiago acercándose como una pluma y estirando los brazos. El pequeñín no se resistió. ¡Ahhhhhh... ya, ya, ya te tengo mi amor! En ese momento Francisquito lo soltó. Todos respiraron y recuperaron el aliento. El nene se reía y festejaba la travesura, agitando los brazos y el cuerpo en el regazo de su papá. Antes de entrar a la casa, miró hacia el aljibe y levantó su manito para saludar.


         A partir de aquel día fue colocado un precario alambrado en el cual se posaban los jilgueros y las mariposas.  Francisco no volvió por un tiempo a visitar a sus amigos. El aljibe había recuperado la alegría, abandonando el sentimiento de culpa que lo había atormentado desde hacía ochenta años cuando el más pequeño de los hijos de la familia Gutiérrez Vidal, en ese entonces dueña de casa, había muerto en un infortunado accidente resbalando y cayéndose  al pozo. 

Del libro Cuentos para despabilar el alma